El Espectador.
La irresponsabilidad casi homicida de quien ostentó el cargo de
presidente de la República es inaceptable y debería tener, para él,
consecuencias judiciales y políticas.
La razón para imponerle una sanción sería
sencilla: cuando Uribe Vélez le dio prioridad a sus odios y afanes de guerra
—sus únicos amores reales— sobre sus obligaciones de antiguo jefe de Estado, y
divulgó masivamente un mensaje con detalles de una operación de obvio carácter
reservado, buscaba, además de impedir que se cumpliera con éxito la orden del
jefe constitucional de las Fuerzas Militares —el mandatario en funciones—,
aupar el resentimiento de los uniformados contra el gobierno civil.
¿Qué viene
después del descontento de uno o varios grupos de hombres armados?
El
alzamiento. Es decir, Uribe intentó subvertir el Estado de derecho. ¡Quién lo
creyera! Él, que lleva años “graduando” de guerrillero al que no esté de
acuerdo con sus tesis, complota como lo haría un “bandido” de las Farc. Acierta
el dicho popular según el cual los extremos terminan tocándose.
En este factor reside la gravedad de la conducta
de Uribe Vélez, y no sólo en la revelación de un asunto de seguridad nacional
que comprometería, más que a sí mismo, al servidor público que le entregó el
secreto. Quien siga la línea de los trinos del exmandatario, sus discursos de
campaña y sus respuestas en las entrevistas mediáticas que le hacen mañana, día
y noche, puede darse cuenta de que el conjunto de sus mensajes tiene un único
propósito central: generar rebeldía en los cuarteles. En efecto, no se puede
tomar a la ligera la decisión del expresidente de subirle el tono a sus
intervenciones, ya de por sí incendiarias, porque sus últimos trinos indican
que está rompiendo la frontera. Tomo, al azar, unos ejemplos: “Santos da a los
soldados una insultante ilusión: resolver sus problemas jurídicos... con el
terrorismo”; “El gobierno abusa del Ejército al convocarlo a un desfile después
que (sic) da impunidad a los asesinos de los soldados”; “Es un irrespeto del
gobierno al Ejército convocarlo a una marcha que... financia y presiona el
terrorismo”.
El hombre, nervioso por los avances en las
conversaciones de La Habana, parece dispuesto a dejar de lado su pretendido
espíritu democrático de color castaño para ingresar al campo oscuro de las
aventuras militaristas que tanto le agradan. Lo peor de la situación —que
debería poner en estado de máxima alerta a la Casa de Nariño, a los partidos, a
las organizaciones no gubernamentales y a los ciudadanos— es que, entre los
oficiales de las tres armas hay corresponsales de Uribe Vélez que estarían
preparándose para escalar de la queja al sabotaje. Y de éste a la conspiración.
Se oyen rumores. Presidente, no los ignore.
¿Quién podía tener acceso privilegiado a la orden
de suspender operaciones en una región del Meta el domingo pasado, cinco horas
antes de que se transmitiera a las unidades en la zona en cuestión, y quién,
simultáneamente, puede llegar a Álvaro Urbe? ¿Un soldadito, un suboficial, un
teniente?
Según se supo, seis miembros de la cúpula militar
conocían de antemano la orden presidencial. Uno de ellos, en el Ejército, la
Fuerza Aérea o la Armada, traicionó a su superior Juan Manuel Santos y le
entregó el correo a su enemigo, Álvaro Uribe. Esta es la verdad sin maquillaje.
Lo demás, como la respuesta del ministro de Defensa, de acuerdo con la cual los
uniformados “son absolutamente leales y comprometidos con los intereses de la
patria”, es retórica. Ojalá no sea cierto, pero hay síntomas de que Colombia
podría estar a las puertas de un “ruido de sables”, como advierten, además de
Piedad Córdoba, varios en privado.