Por: Alfredo Molano.
El Espectador. Abril 14 de 2013
Miles —quizás un millón— de ciudadanos salimos a
defender la paz, que es lo mismo que gritar contra la guerra. Yo caminé con mi
nieta desde la 26 a la Plaza de Bolívar, a la que llegó otro río de pueblo que
caminaba desde el sur. ¡Formidable! La plaza de Bolívar se llenaba por la
carrera séptima y se vaciaba por las calles 10 y 11.
Una manifestación firme pero alegre. Gente del
pueblo, pacífica, campesina, negra, blanca, indígena, obrera, toda, de alguna
manera, víctima de la guerra; una guerra hecha para mantener el statu quo, es
decir, los privilegios, la exclusión, la impunidad, la corrupción. La marcha
del pasado 9 de abril comenzó el 7 de febrero de 1948 con la Oración por la Paz
de Gaitán, que pide lo mismo: “paz y piedad para la patria”.
Fue una manifestación de convergencia que sacó a la calle desde el presidente hasta el colono del Guaviare, desde el fiscal hasta la empleada de servicio que vive en Soacha y trabaja en Rosales. Papel muy destacado desempeñó Canal Capital al informar con imparcialidad e imaginación el desarrollo del evento.
Faltaron los que hacen la guerra, los que de ella
se benefician y están dispuestos a impedir —a cualquier costo— que las
conversaciones en La Habana terminen en un acuerdo definitivo. No son muchos,
pero son fuertes. Uribe le mostró al país que un sector de militares le tiene
tanta confianza, que le entrega información confidencial. ¿Divulgar secretos de
Estado no es un delito? Uribe y el uribismo tienen ascendencia sobre un sector
de las Fuerzas Armadas y, por tanto, también sobre el paramilitarismo, que está
vivito y “colaborando” con renovados bríos —como diría Fernando Londoño— por el
antiguo Caldas, por Antioquia, por la Costa Atlántica.
El uribismo busca despertar el viejo litigio entre
federalismo y centralismo que cocinó con sangre y pólvora todo el siglo XIX. En
Medellín y Valledupar, en Amalfi y en Chibolo se habla del “gobierno de Bogotá
y de la legítima defensa de la provincia”. Un lenguaje conocido. La criatura
está moviendo la cabeza y las extremidades y me parece que el escenario del
choque va a ser de nuevo —¡quién lo creyera!— la tierra. El gobierno de Santos
ha jugado la carta de las víctimas y poco a poco se muestra más decidido a
devolver a sus dueños legítimos la tierra usurpada, pero, ahí, en Córdoba, en
Urabá, en Cesar, tierras ubérrimas, están los ejércitos antirrestitución
asesinando campesinos.
En esas regiones donde el uribismo tiene tanta
fuerza, también la tienen los Urabeños y los Rastrojos, que nunca dejaron las
armas ni sus vínculos con las manzanas podridas y con el narcotráfico. El
paramilitarismo es un monstruoso entable económico y electoral. El procurador
nada ha dicho sobre la impunidad que ha protegido a los paramilitares, que los
reproduce y envalentona; pero en cambio, impugna la ley marco de paz, que pese
al esperpento del fuero militar, alienta una salida a la encrucijada, como lo
ha defendido el fiscal.
No me cabe duda de que oponiéndose a la paz, al
aborto, al matrimonio gay, a la despenalización de las drogas, Ordóñez está en campaña
política y terminará como candidato del uribismo a la Presidencia si la Corte
Constitucional considera exequible el acto legislativo y monseñor renuncia a la
Procuraduría. ¿Quién más tiene posibilidad de enfrentar a Santos? ¿Su zafado
primo hermano? ¿El vanidoso y oscilante Holmes Trujillo? ¿El mando de los
grandes ganaderos? Se avecina una campaña electoral polarizada en extremo. El
hecho de que el Gobierno haya desfilado, de que las Farc hayan apoyado la
marcha, de que la mayoría de las tendencias políticas se hayan hecho presentes
—pese al infortunado marginamiento del Polo, que parece seguir preso del
conflicto chino-soviético— abre una ventana sobre el porvenir que no nos
dejaremos birlar de nuevo.