El Espectador. 13 Abril 2013
Este reconocido abogado de derechos humanos fue asesinado el 18 de
abril de 1998 y su crimen sigue en la impunidad. Su hijo, Camilo Umaña
Hernández, le rinde un sentido homenaje.
Camilo Umaña tenía 10 años cuando su padre fue asesinado en su oficina, en el barrio bogotano Nicolás de Federmán. / Archivo personal
Hace 15
años mataron a mi papá, José Eduardo Umaña Mendoza. El mediodía de ese sábado
oscureció mi horizonte, lo cambió todo. Llegábamos con mi mamá a recogerlo. El
zigzagueo de las balas apenas se dispersaba en el ambiente. Un humo ciego y
pálido de metralla se sumaba al anterior de cigarrillo, rumores y jadeos. Ese
aire denso se hizo sólido en mis pulmones y aplastó mis hombros con la noticia.
“Mataron a tu papá”, me dijo mi mamá. Me vi en el piso.
En un
instante sordo y detenido recordé tantos días jugados en ese suelo de cabellos
rizados. La alfombra estaba marcada por las huellas de los asesinos. Esas
huellas de muerte que avanzaban desde el corredor hacia la oficina, que se
desviaban en el cuarto que fue el mío. Allí habían atado a la secretaria con
cinta de enmascarar. Alguno de los tres sicarios dejó sus huellas de muerte en
esa banda pegajosa que apenas se acababa de desatar. Las huellas seguían,
trepaban, si se hacía silencio murmuraban, casi que clamaban cómo había sido
todo; selladas en el arco de la puerta, anunciadas como periodistas a la
entrada, seguidas redoblantes al despacho, discutidas en el aire.
Querían
llevarlo, me explicaron. Él los retó, vertical, fuerte y valiente. Sus huellas
se afirmaron en el suelo. “Si vienen por mí, resistiré, no me doblegaré”, había
dicho meses antes. Dispararon, hurtaron lo que pudieron y salieron. Afuera, un
taxi los esperaba. El golpe de las puertas estrelladas en el marco del vehículo
abrió paso a un silencio, y nuevos pasos entrarían por ese mismo piso que me
tragaba como un banco de arena movediza. Amigos y curiosos hicieron su arribo.
Los ecos de
ruido se comprimían en un grito sordo de familiares de desaparecidos, de
torturados, de sacrificados, de encarcelados por protestar, de tantas y tantas
personas cuya única esperanza era que mi padre les ayudara a sacar su caso
adelante. Una vez, una persona en un acto de homenaje me dijo que mi papá era
como el defensor del Pueblo, sin que exista algo así en el país. A la casa
llegaba gente por hordas pidiendo ayuda porque habían padecido alguna
atrocidad, buscando consejo, clamando una alternativa, desesperando una
solución.
En esos
años de intenso ejercicio del derecho, mi padre entendió que la defensa de los
derechos humanos no era sólo legal sino jurídica, no sólo jurídica sino
política, no sólo política sino social, no sólo social sino íntima, de
movilización de conciencias. Mi padre entendió que la soledad ronda a quienes
luchan por la justicia, pero que el amor por lo que se hace es un valor que
acompaña.
Los
“investigadores judiciales” también desembarcaron, silenciando con urdida
costumbre los resuellos de evidencia con su eco de nuevas huellas.
Cuidadosamente tomaron una cinta sobre otra e hicieron un detallista inventario
de lo que había en la oficina, con un objetivo eminentemente criminalístico,
por supuesto; sin ningún resultado probatorio, por supuesto. “Yo le puedo
sintetizar todo esto con una frase un poco jurídica, pero que contiene el
significado preciso de los procesos: es una especie de telaraña jurídica con
una tenaza política”, decía mi papá de su ejercicio profesional, casi
premonitoriamente de su propio asesinato.
Mi abuela
Chely todavía recuerda quemantes las vergonzosas palabras del fiscal general de
la época, Alfonso Gómez Méndez, quien le diría que el caso de mi padre era un
crimen de Estado y que en el mismo no había nada que hacer. Esas mismas
palabras se oficializaron en el juicio que se siguió por el homicidio. Pese a
que el mismo fiscal había aseverado a la Human Rights Watch que en el homicidio
estaba implicada la Brigada XX del Ejército, y que la actividad probatoria del
proceso destilaba lumbre sobre agentes de inteligencia militar, un testimonio
dado desde una cárcel cambió la dirección de la investigación.
Un grupo de
personas sería imputado y juzgado por supuestamente haber estado implicado en
el asesinato de mi padre. Como era de esperarse, uno a uno los acusados fueron
absueltos sin mucha controversia. Luego de eso no ha habido nada o, mejor, como
la Fiscalía Segunda Especializada de Derechos Humanos me corregía en la
respuesta a un derecho de petición de impulso del proceso: “No es que la
Fiscalía haya estado inactiva como lo asegura usted en su escrito, sino que
desgraciadamente la labor investigativa desplegada en torno al caso ha sido
infructuosa”. Sin frutos, marchita como la muerte, en coma como la ausencia.
Como decía
mi padre, “el sistema sabe cómo y dónde ubica la represión. Hay muchas personas
presionadas en el anonimato, que son algunos dirigentes, sobre todo de sectores
campesinos y urbanos, que los matan, o los desplazan, o los desaparecen, y la
gente ni siquiera se informa de eso. Incluso sabe que hay hechos que no se
pueden ocultar, noticias que no pueden ocultar, que terminan trascendiendo.
Ahí, el Estado es tan inteligente que asume e institucionaliza esos casos, los
procesa y tabula el mismo Estado (…). Entonces: el Estado investiga la muerte,
administra justicia para los probables autores de la muerte, absuelve, y
continúa de nuevo cometiendo todo. Es decir, tiene en su poder todas las etapas
del control social en el proceso criminal”.
Estos 15
años de injusticia e indignación no podrían ser subtitulados de muerte porque
la vida de mi padre ha brotado en muchas partes, formas y personas. Mi abuelo,
Eduardo Umaña Luna, nos llamaría una y otra vez más a tocar campanas de júbilo
porque su hijo ha pasado a la historia. Estos años no han sido de despedida
sino de memoria viva. Jaime Garzón me diría en el funeral de mi padre que él
hacía lo que hacía inspirado en Eduardo Umaña. Esa inspiración está ahí en
tantos corazones y mentes, de activistas que luchan por la libertad, que
escudriñan la verdad, que saltan y sortean el acoso que sufren quienes luchan
por la justicia.
Estos años
son de aprendizaje y de nuevas fuerzas. Estos son años de una profunda
trascendencia que se siente en el colegio Eduardo Umaña Mendoza, en grupos de
debate, universidades, activistas, defensores de derechos humanos y sindicatos.
En estos 15 años bien vale hacer una acción de gracias. Con los pies firmes,
agradecer a Eduardo Umaña Mendoza por no doblegarse, por insistir, por su
ternura y solidaridad con los desaparecidos, con los muertos y torturados, con
los puestos injustamente en prisión y con los que buscan otro futuro para su
país. Quince años de “más vale morir por algo que vivir por nada”.
Umaña, un
crimen sin resolver
Eduardo
Umaña Mendoza fue un reconocido litigante y defensor de derechos humanos. Su
homicidio, el 18 de abril de 1998, se ejecutó dos meses después del de Jesús
María Valle en Medellín y casi un año más tarde del de Elsa Alvarado y Mario
Calderón, investigadores del Cinep que murieron en Bogotá. Todos fueron
asesinados en circunstancias muy similares: hombres armados entraron a sus
casas o residencias, se hicieron pasar por alguien más para ingresar a los
edificios (en el caso de Calderón y Alvarado se identificaron como miembros del
CTI; en el de Umaña, como periodistas) y hasta la fecha, poco o nada se ha
esclarecido de estos crímenes. En todos los casos se ha hablado de una posible
complicidad de agentes del Estado, pero esta hipótesis tampoco ha sido
comprobada. El padre del abogado, Eduardo Umaña Luna, fue uno de los fundadores
de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional y fuerte promotor del
estudio de la violencia en Colombia.
“Más vale
morir por algo”
Una de las
frases por las que se recuerda a Eduardo Umaña Mendoza es que “más vale morir
por algo que vivir por nada”. Durante su vida, este abogado y defensor de los
derechos humanos se dedicó a defender a las víctimas del genocidio de la Unión
Patriótica y del Partido Comunista. También defendió los intereses de las
víctimas de la toma y retoma del Palacio de Justicia, acaecida en 1985, y a
sindicalistas de Telecom, la ETB y la USO. Por su labor fue reconocido nacional
e internacionalmente. Sin embargo, por esta misma labor fue amenazado por los
violentos que acabarían con su vida.
Por: Camilo
Umaña Hernández / Especial para El Espectador