lunes, 11 de julio de 2016

ALFREDO MOLANO: EL ESCRITOR DE LA ULTIMA GUERRA EN COLOMBIA

Por: Felipe Martinrez pinzon
Tomado de www.razonpublica.com Julio 4 de 2016.

El sociólogo, periodista y escritor Alfredo Molano.


En un país donde estamos acostumbrados a hablar más que a oír, vale la pena prestar atención a un hombre que ha dedicado su vida a escuchar y a contar las historias de la guerra. 

Felipe Martínez Pinzón*

Un intelectual particular

Alfredo Molano es hoy el intelectual más importante de Colombia. A la manera de los intelectuales orgánicos de antaño, su voz representa —en un país cuyo tejido social ha sido destruido por la guerra— a sectores particulares de la población, especialmente al campesinado, y más específicamente a los colonos de la frontera agrícola.

A Molano todos los títulos se le quedan cortos. En los múltiples programas donde lo entrevistan se ven en apuros para encasillarlo. Lo llaman sociólogo, analista político, periodista, activista o escritor. Molano es todo eso, pero es mucho más.

Molano es ante todo un escritor de literatura, en tanto es consciente de las contingencias del lenguaje, del poder de la imaginación y de las connivencias y traiciones que existen entre lo literario y lo histórico.

Ver y oír

Jorge Eliécer Gaitán en el Teatro Municipal en 1947. 
Jorge Eliécer Gaitan en el Teatro Municipal en 1947. 
Foto: Biblioteca Luis Angel Arango

Largo como la guerra es el idilio de la literatura colombiana con la gramática, con la etiqueta, con el buen decir. Muchos de nuestros escritores se fascinaron con la palabra propia, con el decir y el acallar antes que con el escuchar.

Caído el Olimpo Radical, se alzó una de las ficciones más duraderas de la Hegemonía Conservadora (1886-1930): la Atenas Suramericana y su república independiente de filólogos enclaustrados a 2.600 metros sobre el nivel del mar. Fue ese alcázar imaginario que defendía racismos y exclusiones el que juzgó en menos a quienes se alzaron contra él durante el siglo XX: colonos, campesinos, indígenas, negros.

Sin embargo nuestra mejor literatura ha sido consecuencia de oír antes que de acallar. En los agradecimientos de Trochas y fusiles (1994), Molano dice que “escuchar es una forma olvidada de mirar”. Con ello devela su poética.
Alfredo Molano es hoy el intelectual más importante de Colombia.
Como el gran escuchador de la guerra colombiana, los libros de Molano —desde Los bombardeos del Pato (1980) hasta A lomo de mula (2016)— se leen como un coro de voces entretejidas, un fresco terrible y hermoso que da la imagen de una guerra que pasa de generación en generación sin perder la memoria para bien y para mal, para la literatura y para la venganza.

A medida que transcurren sus libros, Molano aparece más en ellos. De la pluma invisible que recopila voces en Los años del tropel o Selva adentro al escritor que viaja a Marquetalia en A lomo de mula. A Molano lo va mostrando el acto de oír, de preguntar,  ese querer saber que supone en primera instancia desconocer.

A fin de cuentas saber oír a otros ha sido lo que ha hecho visible a Molano para la sociedad colombiana. Y también para sus enemigos, de lo que dan cuenta sus varios exilios.

Nombres como apariciones

Como un elenco balzaciano, la literatura de Molano es una aparición, desaparición y reaparición de nombres, de lugares y de eventos.

Organizados en bandos contrapuestos, como fantasmales figuras hechas de carne y hueso, aparecen en la obra de Molano, de un lado, Juan de la Cruz Varela, Eduardo Franco, Guadalupe Salcedo, Tirofijo o Jacobo Arenas; y del otro, Valencia Tovar, el General Rojas Pinilla, Laureano Gómez o López Pumarejo.

Así como aparecen y desaparecen nombres, aparecen profusamente lugares: ríos como el Guayabero o el Duda, montañas como La Macarena, pueblos como Gaitania. Decenas de paisajes nunca vistos por la vasta mayoría de sus lectores urbanos hacen de sus textos mapas pasados por tinta.
El expedicionario y escritor inglés Richard F. Burton, en medio de la guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, dijo que “las guerras les enseñan a las naciones a conocer su geografía”. En nuestro caso ha sido Molano a quien le ha cabido la agridulce tarea de mostrarnos nuestra geografía a través de la escritura de la guerra.

Llena de nombres de personas y de topónimos, la guerra en Molano es una constelación de voces que giran en torno a un nombre: Jorge Eliecer Gaitán. Son pocas las voces que recopila Molano que no recuerden el 9 de abril de 1948. También en su última columna recordó personalmente este episodio.
En la organización de los materiales para una historia literaria de nuestra guerra, el 9 de abril es para Molano el Big-Bang de la última guerra. Las voces que recopila nos dicen: “yo estaba almorzando cuando mataron a Gaitán” o “cuando mataron a Gaitán mi papá dijo que los liberales teníamos que defendernos porque nos iban a acabar los godos” o “un día, ya de tardecita, llegó la noticia de la muerte de Gaitán”.

La historiografía ya ha determinado que el comienzo de La Violencia no es discernible con precisión y, que si lo es, ocurrió años antes, por lo menos desde 1946. Sin embargo, la historia íntima de la guerra no puede dejar de pasar por la escucha —por la asunción del evento de la guerra— y ningún otro evento viajó de boca en boca, incendiando el país, más rápidamente que la voz anónima “mataron a Gaitán”.

Elegía y épica

 
 Homenaje a las Victimas de Puerto Torres en Caqueta
 Foto: Centro Nacional de la Memoria Historica
La escucha se despliega en Molano en todas sus formas. Él cuenta la guerra desde ambos lados, el épico y el elegíaco, como variaciones del acto de oír.

La fama, el nombre, el honor y la venganza son temas que tejen lo épico, sobre todo cuando Molano registra la voz de soldados, guerrilleros o bandidos. Pero lo íntimo, lo indecible, el silencio, el secreto, son materia de la elegía colombiana que es también la obra de Molano cuando le sube el volumen a la voz de las víctimas. “Todo el mundo sabía, pero nadie quería saber”, dice uno de las voces de sus textos.

El horror sobre el que se oye, pero al que no se quiere parar mientes, fue el que Molano trajo a las ciudades, pleno de épica y elegía.
Saber oír a otros ha sido lo que ha hecho visible a Molano para la sociedad colombiana. 
No obstante, el triunfo de la obra “molaniana” no está en la invocación de los grandes nombres, sino en que éstos tienen sentido desde la experiencia sufrida por las víctimas. La guerra no es tal por sucederle a los grandes hombres, sino por destrozar y desplazar las vidas y humanidades de las inmensas mayorías. El lector anónimo y conmovido, como las víctimas en este solo sentido, se hace así, en el acto de leer, partícipe, como uno más de la multitud, y no como simple testigo de las intrigas palaciegas o de los combates épicos.

Lugares que vuelven, hombres que reaparecen, desaparecidos que sobreviven en sus voces. El fresco sonoro que ha escrito Molano durante las últimas cuatro décadas es la guerra contada al nivel del suelo y no desde el cielo, desde los helicópteros.

La obra de Molano es, como definió Carlos Fuentes a Los de debajo de Mariano Azuela: una “Ilíada descalza”, una épica del pueblo. Sin embargo, y sobre todo, es también una dolorosa elegía que se repite historia tras historia, voz en pecho, porque en Molano contar es recuperar la vida, la tierra, la propia historia. Tal como dice una de las voces: “me eché a soñar: más que a soñar, a volver a vivir, como si estuviera viendo los cuentos que mi mamá me contaba”.

Tiempo de escuchar

No me parece coincidencia que en el último libro de Molano —esa recopilación de crónicas publicadas en El Espectador llamada A lomo de mula— el escritor decida narrar en la última de ellas su visita a Marquetalia.

Como lugar mítico de la última guerra colombiana, capital de las “repúblicas independientes”, de acuerdo con Álvaro Gómez, o utopía revolucionaria de la mitología fariana, Marquetalia fue más arma de propaganda política que parte de la geografía nacional.

Este año Molano vuelve a este sitio de contienda y no encuentra en él ni el infierno comunista que pintaran los políticos conservadores de entonces ni la arcadia revolucionaria de las FARC. En Marquetalia, por el contrario, Molano encontró a Colombia, el lugar de la injusticia pero también de la oportunidad, el lugar asolado por la guerra que quiere paz.

La prosa de Molano —y esta es su poesía— des-arma espacios, desprovee también de épica a los lugares, encuentra lo que la guerra no dejaba ver: cotidianidad, esfuerzo mancomunado, ocio y trabajo, vida. De eso están hechas esas voces.

El capitán Berardo Giraldo, veterano de las guerrillas del Llano, definió La Violencia como una chipa —“la chipa nos envolvió” dice en Siguiendo el corte de 1987—. La chipa, esa pita, esa piola, esa cabuya de la guerra que nos envolvió hace más de cincuenta años todavía está enredada. Y apenas ahora comienza a desatarse. La obra de Molano es una poesía —como esos conjuros mitológicos— que puede ayudar a desenrollar la chipa. Pero hay que saber escuchar. La paz será el tiempo de escuchar a las víctimas.

El pasado 23 de junio, el día más importante en los últimos 70 años, como lo llamó Antonio Caballero, se abrió el horizonte para imaginar la paz. Ahora se acaba la sordina y llega el fin del reinado de los “mandacallar”, de los señores de la guerra. Comienza el tiempo de los escuchadores, el tiempo de la paz. Es hora de oír a las víctimas. Solo así derretiremos los fusiles.
 
* Profesor de literatura latinoamericana en Brown University y autor de Una cultura de invernadero: trópico y civilización en Colombia (1808-1928)