Tomado de www.razonpublica.com Julio 4 de 2016.
En un país donde estamos acostumbrados a hablar más que a oír, vale la pena prestar atención a un hombre que ha dedicado su vida a escuchar y a contar las historias de la guerra.
Felipe Martínez Pinzón*
Un intelectual particular
Alfredo Molano es hoy el intelectual más importante de Colombia. A la
manera de los intelectuales orgánicos de antaño, su voz representa —en
un país cuyo tejido social ha sido destruido por la guerra— a sectores
particulares de la población, especialmente al campesinado, y más
específicamente a los colonos de la frontera agrícola.
A Molano todos los títulos se le quedan cortos. En los múltiples
programas donde lo entrevistan se ven en apuros para encasillarlo. Lo
llaman sociólogo, analista político, periodista, activista o escritor.
Molano es todo eso, pero es mucho más.
Molano es ante todo un escritor de literatura, en tanto es consciente
de las contingencias del lenguaje, del poder de la imaginación y de las
connivencias y traiciones que existen entre lo literario y lo histórico.
Ver y oír
Jorge Eliécer Gaitan en el Teatro Municipal en 1947.
Foto: Biblioteca Luis Angel Arango
Largo como la guerra es el idilio de la literatura colombiana con la
gramática, con la etiqueta, con el buen decir. Muchos de nuestros
escritores se fascinaron con la palabra propia, con el decir y el
acallar antes que con el escuchar.
Caído el Olimpo Radical, se alzó una de las ficciones más duraderas de
la Hegemonía Conservadora (1886-1930): la Atenas Suramericana y su
república independiente de filólogos enclaustrados a 2.600 metros sobre
el nivel del mar. Fue ese alcázar imaginario que defendía racismos y
exclusiones el que juzgó en menos a quienes se alzaron contra él durante
el siglo XX: colonos, campesinos, indígenas, negros.
Sin embargo nuestra mejor literatura ha sido consecuencia de oír antes que de acallar. En los agradecimientos de Trochas y fusiles (1994), Molano dice que “escuchar es una forma olvidada de mirar”. Con ello devela su poética.
Alfredo Molano es hoy el intelectual más importante de Colombia.
Como el gran escuchador de la guerra colombiana, los libros de Molano —desde Los bombardeos del Pato (1980) hasta A lomo de mula (2016)—
se leen como un coro de voces entretejidas, un fresco terrible y
hermoso que da la imagen de una guerra que pasa de generación en
generación sin perder la memoria para bien y para mal, para la
literatura y para la venganza.
A medida que transcurren sus libros, Molano aparece más en ellos. De la pluma invisible que recopila voces en Los años del tropel o Selva adentro al escritor que viaja a Marquetalia en A lomo de mula. A Molano lo va mostrando el acto de oír, de preguntar, ese querer saber que supone en primera instancia desconocer.
A fin de cuentas saber oír a otros ha sido lo que ha hecho visible a
Molano para la sociedad colombiana. Y también para sus enemigos, de lo
que dan cuenta sus varios exilios.
Nombres como apariciones
Como un elenco balzaciano, la literatura de Molano es una aparición,
desaparición y reaparición de nombres, de lugares y de eventos.
Organizados en bandos contrapuestos, como fantasmales figuras hechas de
carne y hueso, aparecen en la obra de Molano, de un lado, Juan de la
Cruz Varela, Eduardo Franco, Guadalupe Salcedo, Tirofijo o Jacobo
Arenas; y del otro, Valencia Tovar, el General Rojas Pinilla, Laureano
Gómez o López Pumarejo.
Así como aparecen y desaparecen nombres, aparecen profusamente lugares:
ríos como el Guayabero o el Duda, montañas como La Macarena, pueblos
como Gaitania. Decenas de paisajes nunca vistos por la vasta mayoría de
sus lectores urbanos hacen de sus textos mapas pasados por tinta.
El expedicionario y escritor inglés Richard F. Burton, en medio de la
guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, dijo que “las guerras les
enseñan a las naciones a conocer su geografía”. En nuestro caso ha sido
Molano a quien le ha cabido la agridulce tarea de mostrarnos nuestra
geografía a través de la escritura de la guerra.
Llena de nombres de personas y de topónimos, la guerra en Molano es una
constelación de voces que giran en torno a un nombre: Jorge Eliecer
Gaitán. Son pocas las voces que recopila Molano que no recuerden el 9 de
abril de 1948. También en su última columna recordó personalmente este episodio.
En la organización de los materiales para una historia literaria de
nuestra guerra, el 9 de abril es para Molano el Big-Bang de la última
guerra. Las voces que recopila nos dicen: “yo estaba almorzando cuando
mataron a Gaitán” o “cuando mataron a Gaitán mi papá dijo que los
liberales teníamos que defendernos porque nos iban a acabar los godos” o
“un día, ya de tardecita, llegó la noticia de la muerte de Gaitán”.
La historiografía ya ha determinado que el comienzo de La Violencia no
es discernible con precisión y, que si lo es, ocurrió años antes, por lo
menos desde 1946. Sin embargo, la historia íntima de la guerra no puede
dejar de pasar por la escucha —por la asunción del evento de la guerra—
y ningún otro evento viajó de boca en boca, incendiando el país, más
rápidamente que la voz anónima “mataron a Gaitán”.
Elegía y épica
Homenaje a las Victimas de Puerto Torres en Caqueta
Foto: Centro Nacional de la Memoria Historica
La escucha se despliega en Molano en todas sus formas. Él cuenta la
guerra desde ambos lados, el épico y el elegíaco, como variaciones del
acto de oír.
La fama, el nombre, el honor y la venganza son temas que tejen lo
épico, sobre todo cuando Molano registra la voz de soldados,
guerrilleros o bandidos. Pero lo íntimo, lo indecible, el silencio, el
secreto, son materia de la elegía colombiana que es también la obra de
Molano cuando le sube el volumen a la voz de las víctimas. “Todo el
mundo sabía, pero nadie quería saber”, dice uno de las voces de sus
textos.
El horror sobre el que se oye, pero al que no se quiere parar mientes,
fue el que Molano trajo a las ciudades, pleno de épica y elegía.
Saber oír a otros ha sido lo que ha hecho visible a Molano para la sociedad colombiana.
No obstante, el triunfo de la obra “molaniana” no está en la invocación
de los grandes nombres, sino en que éstos tienen sentido desde la
experiencia sufrida por las víctimas. La guerra no es tal por sucederle a
los grandes hombres, sino por destrozar y desplazar las vidas y
humanidades de las inmensas mayorías. El lector anónimo y conmovido,
como las víctimas en este solo sentido, se hace así, en el acto de leer,
partícipe, como uno más de la multitud, y no como simple testigo de las
intrigas palaciegas o de los combates épicos.
Lugares que vuelven, hombres que reaparecen, desaparecidos que
sobreviven en sus voces. El fresco sonoro que ha escrito Molano durante
las últimas cuatro décadas es la guerra contada al nivel del suelo y no
desde el cielo, desde los helicópteros.
La obra de Molano es, como definió Carlos Fuentes a Los de debajo de
Mariano Azuela: una “Ilíada descalza”, una épica del pueblo. Sin
embargo, y sobre todo, es también una dolorosa elegía que se repite
historia tras historia, voz en pecho, porque en Molano contar es
recuperar la vida, la tierra, la propia historia. Tal como dice una de
las voces: “me eché a soñar: más que a soñar, a volver a vivir, como si
estuviera viendo los cuentos que mi mamá me contaba”.
Tiempo de escuchar
No me parece coincidencia que en el último libro de Molano —esa recopilación de crónicas publicadas en El Espectador llamada A lomo de mula— el escritor decida narrar en la última de ellas su visita a Marquetalia.
Como lugar mítico de la última guerra colombiana, capital de las
“repúblicas independientes”, de acuerdo con Álvaro Gómez, o utopía
revolucionaria de la mitología fariana, Marquetalia fue más arma de
propaganda política que parte de la geografía nacional.
Este año Molano vuelve a este sitio de contienda y no encuentra en él
ni el infierno comunista que pintaran los políticos conservadores de
entonces ni la arcadia revolucionaria de las FARC. En Marquetalia, por
el contrario, Molano encontró a Colombia, el lugar de la injusticia pero
también de la oportunidad, el lugar asolado por la guerra que quiere
paz.
La prosa de Molano —y esta es su poesía— des-arma espacios, desprovee
también de épica a los lugares, encuentra lo que la guerra no dejaba
ver: cotidianidad, esfuerzo mancomunado, ocio y trabajo, vida. De eso
están hechas esas voces.
El capitán Berardo Giraldo, veterano de las guerrillas del Llano,
definió La Violencia como una chipa —“la chipa nos envolvió” dice en Siguiendo el corte
de 1987—. La chipa, esa pita, esa piola, esa cabuya de la guerra que
nos envolvió hace más de cincuenta años todavía está enredada. Y apenas
ahora comienza a desatarse. La obra de Molano es una poesía —como esos
conjuros mitológicos— que puede ayudar a desenrollar la chipa. Pero hay
que saber escuchar. La paz será el tiempo de escuchar a las víctimas.
El pasado 23 de junio, el día más importante en los últimos 70 años, como lo llamó Antonio Caballero,
se abrió el horizonte para imaginar la paz. Ahora se acaba la sordina y
llega el fin del reinado de los “mandacallar”, de los señores de la
guerra. Comienza el tiempo de los escuchadores, el tiempo de la paz. Es
hora de oír a las víctimas. Solo así derretiremos los fusiles.
* Profesor de literatura latinoamericana en Brown University y autor de Una cultura de invernadero: trópico y civilización en Colombia (1808-1928).