Por: Iván Velásquez. Ilustración: Elizabeth Builes
Viernes 07 2013
Hace 15 años el Estado colombiano tuvo la oportunidad de darle un fuerte golpe al paramilitarismo.
El
allanamiento de un parqueadero en Medellín entregó la planilla completa
de los paracos: sueldos, préstamos, cuentas por cobrar y otras señales
particulares. El saldo definitivo fue a favor de los asesinos: tres
investigadores pagaron con su vida la suerte del hallazgo. Iván
Velásquez, magistrado que lideró las investigaciones de la parapolítica,
era fiscal regional durante el operativo. Aquí están sus ingratos
recuerdos.
En homenaje a Sergio Humberto Parra,
Jorge Fernández y Diego Arcila, investigadores del CTI asesinados en
Medellín entre 1998 y 1999.
En octubre de 1997 se produjo un
revolcón en los cuadros directivos de la Fiscalía en Medellín. Los
crecientes rumores sobre la connivencia de algunos fiscales con el
paramilitarismo alentaron la movida. A la unidad del Cuerpo Técnico de
Investigaciones fue enviado un curtido funcionario que se desempeñaba
como fiscal en Bogotá, Gregorio Oviedo Oviedo; y a mí, que para entonces
ocupaba el cargo de magistrado auxiliar en el Consejo de Estado, se me
nombró en la regional de Medellín. La prioridad, me dijo el Fiscal
General durante la posesión, era impulsar las investigaciones contra los
paras, y en esa tarea contaría con el total respaldo de los directivos
nacionales.
Era la época de expansión del paramilitarismo y
del auge de las Convivir, cuya creación se promovía desde el propio
despacho de la gobernación de Antioquia con Álvaro Uribe y Pedro Juan
Moreno a la cabeza.
Oviedo y yo conformamos rápidamente un
buen equipo de fiscales e investigadores, al que se sumó pocos meses
después el doctor J. Guillermo Escobar Mejía, quien asumió como jefe de
la unidad de fiscales regionales encargada de ese tipo de
investigaciones; él era el faro de la ruta. A la unidad de narcotráfico
se incorporó el incorruptible juez Laureano Colmenares Camargo. A ambos
los conocía desde mis tiempos de empleado judicial, y con el primero los
lazos se estrecharon cuando logré convencerlo de que fuera mi director
de tesis en la Universidad de Antioquia.
Esas dos figuras de
la judicatura en el nivel directivo de la fiscalía regional de Medellín
me brindaban una gran tranquilidad, por el manejo adecuado que asumirían
de sus unidades; además, era un clarísimo mensaje para la comunidad
jurídica y los propios funcionarios, incluidos los miembros del CTI,
acerca de la orientación que tendría nuestra gestión en la fiscalía
regional, que para entonces no gozaba de muy buen nombre debido a los
rumores de corrupción que llegaban hasta la capital. Pocos días después
de mi llegada a la dirección fueron destituidos casi dos decenas de
fiscales, a quienes, según supe, se les reprochaba participación directa
en "torcidos" o colaboración con corruptos.
Mirando la
historia con la distancia que da el tiempo, creo que el mensaje llegó a
muchos sectores, y en particular a un grupo de investigadores del CTI
que vivían en medio de la zozobra, el temor y la desesperanza, pues ya
sabían de las andanzas de Carlos Mario Aguilar, quien más tarde se
conocería con el alias de 'Rogelio', un hombre que logró penetrar el CTI
merced a las generosas dádivas que entregaba a sus ex compañeros. A su
propósito también ayudó la asombrosa pasividad del Director Nacional del
CTI en ese momento, que había sido alertado por otros funcionarios de
la institución, antes y después del homicidio de Manuel López, jefe de
la Sección de Información y Análisis –SIA–, cometido en 1997 por
sicarios de adentro y de afuera, pocos meses antes de que Oviedo y yo
nos posesionáramos.
Jorge Fernández y Diego Arcila
necesitaban en quien creer. El primero, si mal no recuerdo, había
reemplazado al sacrificado jefe de la SIA, y el segundo acababa de
regresar a la ciudad después de un "exilio" en el Búnker de Bogotá y
dirigía la Sala Técnica, el centro de interceptaciones del CTI en
Medellín. Necesitaban en quien creer y nos encontraron a Oviedo y a mí.
La
confianza de Jorge y Diego generó la de sus cercanos en el CTI y, por
ese efecto que solo entendemos bien los que nos hemos dedicado a la
investigación criminal, también la de sus fuentes, aunque no tuvieran,
en general, contacto con Oviedo y conmigo.
Miembros de las
Convivir desencantados de la organización o desengañados porque
conocieron su real esencia, integrantes de "combos" convertidos en
informantes, personas de las comunidades golpeadas por la delincuencia,
víctimas de paramilitares, guerrilla, bandas o milicias, se fueron
acercando o mantuvieron sus lazos, ahora fortalecidos, con los
investigadores. La abundante información era procesada por los analistas
del CTI y compartida con los fiscales regionales. Estábamos en el mejor
momento del "optimismo funcional", ese sentimiento renovador que nos
hace creer que es posible acabar con la impunidad, y ni siquiera el
doloroso asesinato de Jesús María Valle en febrero de 1998 –"un manotazo
duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón
brutal te ha derribado"– nos amilanó ni frenó el impulso casi frenético
que teníamos.
En esas estábamos cuando recibimos un dato: el
número telefónico de un mando medio de las ACCU que por aquellos días
había sufrido la fractura de una pierna y dedicó su incapacidad, en su
casa en Bello, a largas y reveladoras conversaciones con miembros de su
organización. Hablaba a sus anchas, con total desparpajo, sin saber que
era escuchado en tiempo real por un analista del CTI en la sala técnica
que dirigía Diego Arcila; esa inmediatez permitió, en varias
oportunidades, frustrar acciones planeadas por el grupo armado.
Fue
así como se supo que en la mañana del 30 de abril de 1998 un camión
repleto de uniformes camuflados se desplazaría desde Medellín hacia
Sopetrán, en el occidente de Antioquia, donde operaba un bloque
comandado por alias 'Memín'. Un grupo de investigadores enviado por
Oviedo y liderado por Sergio Humberto Parra interceptó el camión en
cercanías de San Jerónimo y obtuvo la dirección desde donde
supuestamente había salido el cargamento, lo que permitía pensar que
allí funcionaba la fábrica; la nomenclatura señalaba un parqueadero
situado a menos de quinientos metros de La Alpujarra, sede de la
Fiscalía Regional y centro administrativo del departamento y la ciudad.
De
inmediato Gregorio Oviedo organizó el operativo. Llegaron a un
parqueadero común, nada revelador. Superado el desconcierto inicial,
alguien observó una especie de ramada a un costado del lote, un segundo
piso al que subieron apresuradamente Oviedo y sus hombres. Allí, frente a
un escritorio y acompañado de dos secretarias, Jacinto Alberto Soto
Toro, alias 'Lucas', engullía papeles para destruir evidencias al tiempo
que, ayudado por una de sus "mecanógrafas", destrozaba disquetes con
desespero. "Queda usted detenido", le dijo directamente Gregorio Oviedo.
Ilustración: Elizabeth Builes
Ilustración: Elizabeth Builes
Fueron
decomisados decenas de disquetes, dos libros de contabilidad y
documentos bancarios: un verdadero tesoro que revelaba la estructura
íntegra de las ACCU, sus finanzas y quienes las aportaban, cuadros de
nómina discriminados por escuadras, los alias de sus integrantes,
incluido el del respectivo jefe, la identificación del grupo, la semana a
la que correspondía el pago y su valor, las retenciones de sueldo por
préstamos o para fondos comunes, etc.
Ese mismo día, al caer
la tarde, Oviedo fue a mi despacho y me dio un completo reporte del
operativo. Desde mi oficina, ubicada en el piso 21 del edificio José
Félix de Restrepo, con ventanas a la calle San Juan, me señaló el
Parqueadero Padilla. ¿Quién podría imaginar siquiera que a pocos metros
de la Fiscalía Regional estuviera funcionando el centro de contabilidad
de las ACCU?
Durante toda la mañana del 1 de mayo un equipo
de investigadores y fiscales se dedicó a la revisión de los documentos
contables, a decretar el embargo de centenares de cuentas y a elaborar
los oficios correspondientes, que fueron entregados a primera hora del
día siguiente en las entidades bancarias. Luego se examinaría la
legalidad de cada uno de esos depósitos, por el momento había que
impedir que las autodefensas recuperaran el dinero.
Menos de
dos meses después, el 10 de junio de 1998 al final del día, Sergio
Humberto Parra fue asesinado a tiros de fusil en inmediaciones del
Cementerio San Pedro en Medellín, cuando iba para su casa en Bello.
A
mediados de septiembre el Fiscal General Alfonso Gómez Méndez dispuso
el traslado del proceso para la Fiscalía Regional de Bogotá, cuya
dirección estaba a cargo de Antonio José Serrano, un hombre de su
absoluta confianza, según me dijo telefónicamente un mes después, cuando
me llamó a recriminarme porque el fiscal del caso no había remitido una
caja de documentación relacionada con el desembargo de algunas cuentas.
Ese era el respaldo que ofrecía el Fiscal General en la lucha contra el
paramilitarismo.
La reasignación del proceso fue aprovechada
por las autodefensas para falsificar el oficio secretarial que dejaba a
'Lucas' a disposición de la dirección de fiscalías en Bogotá; en su
lugar elaboraron un oficio que lo ponía a órdenes de un fiscal seccional
de Medellín, quien le concedió de inmediato la libertad y personalmente
confirmó la decisión a las autoridades carcelarias. Así salió de la
cárcel Bellavista Jacinto Alberto Soto Toro, por la puerta principal, el
30 de septiembre de 1998. Posteriormente el Tribunal Superior de
Medellín absolvería al fiscal Jhonny López Patiño, como se llamaba el
corrupto que le entregó la boleta de libertad, quien finalmente fue
condenado por la Corte Suprema de Justicia el 29 de enero de 2004. La
fuga, según me contó Éver Veloza, alias 'HH', antes de ser extraditado,
costó unos 800 millones de pesos.
¿Y la investigación? Ah,
pues nada. Parece que se hubiera reasignado a la Regional de Bogotá para
frenarla. Apenas en mayo de 2001, un mes antes de la renuncia de Gómez
Méndez, reemplazado en calidad de encargado por un hombre de su plena
confianza, Pablo Elías González, se realizó el allanamiento a Funpazcor,
entidad que aparecía vinculada al paramilitarismo en los papeles
encontrados en el Parqueadero Padilla tres años antes. En los documentos
se repetía constantemente el nombre de Sor Teresa Gómez, hoy condenada
por el homicidio de Yolanda Izquierdo.
Es verdad que en la
administración de Luis Camilo Osorio el expediente se devolvió a
Medellín para que le dieran sepultura. Pero en realidad falleció en
manos de Alfonso Gómez Méndez, quien todavía no ha explicado por qué, si
la reasignación que se ordenó para impulsar el proceso desde la capital
tenía fecha de septiembre de 1998, apenas en mayo de 2001 se logró el
ingresó a las oficinas de las autodefensas en Montería, identificadas
casi treinta meses antes.
Que el paramilitarismo se paseo
tranquilo por la Fiscalía de Luis Camilo Osorio parece ser un hecho
irrebatible. Pero que la principal responsabilidad por la impunidad en
el caso del Parqueadero Padilla, conocido en Bogotá como el caso
Funpazcor, es de Alfonso Gómez Méndez, no admite discusión ¿Cuánta
sangre le costó al país esa impunidad? ¿Cuánta impunidad ha generado esa
impunidad? UC