Por: Josep E.Stiglit. Espectador. Sabádo 13 2013
Aunque la ronda Doha para el desarrollo de la Organización Mundial del Comercio no ha dado resultado alguno desde que se lanzó, hace 12 años, se está preparando otra ronda de negociaciones, pero esta vez no tendrán carácter mundial y multilateral, sino entre dos enormes acuerdos regionales: uno transpacífico y otro transatlántico. ¿Hay más probabilidades de que las próximas negociaciones den resultado?
La Ronda de Doha fue
torpedeada por la negativa de los Estados Unidos a eliminar las
subvenciones a la agricultura, condición sine qua non de cualquier ronda
para el desarrollo de verdad, en vista de que el 70% de la población de
los países en desarrollo depende de la agricultura directa o
indirectamente. La posición de los EE.UU. fue en verdad asombrosa, dado
que la OMC ya se había pronunciado mediante una resolución sobre la
ilegalidad de las subvenciones del algodón de los EE.UU., que benefician
a menos de 25.000 cultivadores ricos. La respuesta de Estados Unidos
fue sobornar al Brasil, que había presentado la reclamación, para que
abandonara el asunto y dejase en la estacada a millones de cultivadores
pobres de algodón del África subsahariana y de la India, que padecen las
consecuencias de unos precios muy bajos por la generosidad de EE.UU.
con sus cultivadores ricos.
En
vista de esa historia reciente, ahora parece claro que las negociaciones
para crear una zona de libre comercio entre EE.UU. y Europa y otra
entre EE.UU. y gran parte de los países del Pacífico (exceptuada China)
no van encaminadas a crear un verdadero sistema de libre comercio, sino
que su objetivo es un régimen de comercio dirigido, es decir, para que
esté al servicio de los intereses especiales que durante mucho tiempo
han impuesto la política comercial en Occidente.
Hay
algunos principios básicos que quienes participen en las conversaciones
se tomarán —es de esperar— en serio. En primer lugar, todo acuerdo
comercial ha de ser simétrico. Si EE.UU., como parte en el “Acuerdo de
Asociación Transpacífico” (AAP), pide al Japón que elimine sus
subvenciones del arroz, deberá, a su vez, ofrecerse a eliminar no sólo
las subvenciones de su producción de arroz y del agua, sino también de
otros productos básicos agrícolas.
En
segundo lugar, ningún acuerdo comercial debe colocar los intereses
mercantiles por encima de los intereses nacionales más amplios, en
particular en los casos en que estén en juego cuestiones no relacionadas
con el comercio, como la reglamentación financiera y la propiedad
intelectual. El acuerdo comercial de EE.UU. con Chile, por ejemplo,
impide la utilización por parte de este último de controles de
capitales, pese a que el Fondo Monetario Internacional reconoce ahora
que los controles de capitales pueden ser un instrumento importante de
política macroprudencial.
En otros
acuerdos comerciales se ha insistido también en la liberalización y la
desreglamentación financieras, si bien la crisis de 2008 debería
habernos enseñado que la falta de una buena reglamentación puede poner
en peligro la prosperidad económica. La industria farmacéutica de
EE.UU., que tiene una gran influencia en su representante comercial, ha
conseguido endosar a otros países un régimen de propiedad intelectual
desequilibrado que, por ir encaminado a luchar contra los medicamentos
genéricos, pone el beneficio por encima de la salvación de vidas.
Incluso el Tribunal Supremo de EE.UU. ha dicho ahora que la Oficina de
Patentes fue demasiado lejos al conceder patentes sobre genes.
Por
último, debe haber un compromiso con la transparencia; pero conviene
avisar a los participantes en esas negociaciones comerciales que EE.UU.
está afectado por una falta de transparencia. La oficina del
representante comercial de EE.UU. se ha mostrado reacia a revelar su
posición negociadora incluso a los miembros del Congreso y, en vista de
lo que se ha filtrado, podemos entender por qué. Dicha oficina está
retrocediendo sobre los principios —por ejemplo, el del acceso a los
medicamentos genéricos— que el Congreso había incluido en acuerdos
comerciales anteriores, como el subscrito con el Perú.
En
el caso del AAT, hay otro motivo de preocupación. Asia ha desarrollado
una cadena de distribución eficiente, gracias a la cual los productos
pasan fácilmente de un país a otro en el proceso de producción de bienes
acabados, pero el AAP podría obstaculizarla si China permanece fuera de
él.
Como los aranceles propiamente
dichos son ya tan bajos, los negociadores se centrarán en gran medida
en los obstáculos no arancelarios, como, por ejemplo, los obstáculos
reglamentarios, pero la oficina del representante comercial de los
Estados Unidos, que representa los intereses empresariales, ejercerá
casi con toda seguridad presiones en pro de la norma común menos
estricta, con lo que contribuirá a una nivelación hacia abajo, en lugar
de hacia arriba. Por ejemplo, muchos países tienen disposiciones
tributarias y reglamentadoras que disuaden de la adquisición de
automóviles grandes, no porque intenten discriminar los productos de
EE.UU., sino porque les preocupa la contaminación y les interesa la
eficiencia energética.
El principio
más general, antes citado, es el de que los acuerdos comerciales
colocan habitualmente los intereses comerciales por encima de otros
valores: el derecho a una vida sana y a la protección del medio
ambiente, por citar sólo dos. Francia, por ejemplo, quiere una
“excepción cultural” en los acuerdos comerciales que le permita seguir
apoyando sus películas, de las que se beneficia el mundo entero. Ese y
otros valores más amplios no deben ser negociables.
De
hecho, resulta irónico que los beneficios sociales de semejantes
subvenciones sean enormes, mientras que los costos son insignificantes.
¿De verdad cree alguien que una película artística francesa representa
una grave amenaza para un gran éxito veraniego de Hollywood? Sin
embargo, la avaricia de éste no conoce límite y los negociadores
comerciales de EE.UU. son implacables. Y esa es precisamente la razón
por la que se deben retirar esos artículos antes de que comiencen las
negociaciones. De lo contrario, se ejercerán presiones y existe el
riesgo real de que en un acuerdo se sacrifiquen valores básicos en pro
de los intereses comerciales.
Si
los negociadores crearan un régimen de libre comercio auténtico, en el
que se concediera a las opiniones de los ciudadanos de a pie al menos
tanta importancia como a las de los grupos de presión empresariales,
podría sentirme optimista, en el sentido de que el resultado
fortalecería la economía y mejoraría el bienestar social. Sin embargo,
la realidad es que tenemos un régimen de comercio dirigido, que coloca
por delante los intereses empresariales, y un proceso de negociaciones
que no es democrático ni transparente.
La
probabilidad de que lo que resulte de las futuras negociaciones esté al
servicio de los intereses de los americanos de a pie es poca; la
perspectiva para los ciudadanos de a pie de otros países es aún más
desoladora.
* Premio Nobel de Economía 2001.
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