martes, 16 de julio de 2013

LA FARSA DEL LIBRE COMERCIO.

Por: Josep E.Stiglit.                                                                                                                                               Espectador. Sabádo 13 2013  
Aunque la ronda Doha para el desarrollo de la Organización Mundial del Comercio no ha dado resultado alguno desde que se lanzó, hace 12 años, se está preparando otra ronda de negociaciones, pero esta vez no tendrán carácter mundial y multilateral, sino entre dos enormes acuerdos regionales: uno transpacífico y otro transatlántico. ¿Hay más probabilidades de que las próximas negociaciones den resultado?

La Ronda de Doha fue torpedeada por la negativa de los Estados Unidos a eliminar las subvenciones a la agricultura, condición sine qua non de cualquier ronda para el desarrollo de verdad, en vista de que el 70% de la población de los países en desarrollo depende de la agricultura directa o indirectamente. La posición de los EE.UU. fue en verdad asombrosa, dado que la OMC ya se había pronunciado mediante una resolución sobre la ilegalidad de las subvenciones del algodón de los EE.UU., que benefician a menos de 25.000 cultivadores ricos. La respuesta de Estados Unidos fue sobornar al Brasil, que había presentado la reclamación, para que abandonara el asunto y dejase en la estacada a millones de cultivadores pobres de algodón del África subsahariana y de la India, que padecen las consecuencias de unos precios muy bajos por la generosidad de EE.UU. con sus cultivadores ricos.

 En vista de esa historia reciente, ahora parece claro que las negociaciones para crear una zona de libre comercio entre EE.UU. y Europa y otra entre EE.UU. y gran parte de los países del Pacífico (exceptuada China) no van encaminadas a crear un verdadero sistema de libre comercio, sino que su objetivo es un régimen de comercio dirigido, es decir, para que esté al servicio de los intereses especiales que durante mucho tiempo han impuesto la política comercial en Occidente.

Hay algunos principios básicos que quienes participen en las conversaciones se tomarán —es de esperar— en serio. En primer lugar, todo acuerdo comercial ha de ser simétrico. Si EE.UU., como parte en el “Acuerdo de Asociación Transpacífico” (AAP), pide al Japón que elimine sus subvenciones del arroz, deberá, a su vez, ofrecerse a eliminar no sólo las subvenciones de su producción de arroz y del agua, sino también de otros productos básicos agrícolas.

En segundo lugar, ningún acuerdo comercial debe colocar los intereses mercantiles por encima de los intereses nacionales más amplios, en particular en los casos en que estén en juego cuestiones no relacionadas con el comercio, como la reglamentación financiera y la propiedad intelectual. El acuerdo comercial de EE.UU. con Chile, por ejemplo, impide la utilización por parte de este último de controles de capitales, pese a que el Fondo Monetario Internacional reconoce ahora que los controles de capitales pueden ser un instrumento importante de política macroprudencial.

En otros acuerdos comerciales se ha insistido también en la liberalización y la desreglamentación financieras, si bien la crisis de 2008 debería habernos enseñado que la falta de una buena reglamentación puede poner en peligro la prosperidad económica. La industria farmacéutica de EE.UU., que tiene una gran influencia en su representante comercial, ha conseguido endosar a otros países un régimen de propiedad intelectual desequilibrado que, por ir encaminado a luchar contra los medicamentos genéricos, pone el beneficio por encima de la salvación de vidas. Incluso el Tribunal Supremo de EE.UU. ha dicho ahora que la Oficina de Patentes fue demasiado lejos al conceder patentes sobre genes.

Por último, debe haber un compromiso con la transparencia; pero conviene avisar a los participantes en esas negociaciones comerciales que EE.UU. está afectado por una falta de transparencia. La oficina del representante comercial de EE.UU. se ha mostrado reacia a revelar su posición negociadora incluso a los miembros del Congreso y, en vista de lo que se ha filtrado, podemos entender por qué. Dicha oficina está retrocediendo sobre los principios —por ejemplo, el del acceso a los medicamentos genéricos— que el Congreso había incluido en acuerdos comerciales anteriores, como el subscrito con el Perú.

En el caso del AAT, hay otro motivo de preocupación. Asia ha desarrollado una cadena de distribución eficiente, gracias a la cual los productos pasan fácilmente de un país a otro en el proceso de producción de bienes acabados, pero el AAP podría obstaculizarla si China permanece fuera de él.

Como los aranceles propiamente dichos son ya tan bajos, los negociadores se centrarán en gran medida en los obstáculos no arancelarios, como, por ejemplo, los obstáculos reglamentarios, pero la oficina del representante comercial de los Estados Unidos, que representa los intereses empresariales, ejercerá casi con toda seguridad presiones en pro de la norma común menos estricta, con lo que contribuirá a una nivelación hacia abajo, en lugar de hacia arriba. Por ejemplo, muchos países tienen disposiciones tributarias y reglamentadoras que disuaden de la adquisición de automóviles grandes, no porque intenten discriminar los productos de EE.UU., sino porque les preocupa la contaminación y les interesa la eficiencia energética.

El principio más general, antes citado, es el de que los acuerdos comerciales colocan habitualmente los intereses comerciales por encima de otros valores: el derecho a una vida sana y a la protección del medio ambiente, por citar sólo dos. Francia, por ejemplo, quiere una “excepción cultural” en los acuerdos comerciales que le permita seguir apoyando sus películas, de las que se beneficia el mundo entero. Ese y otros valores más amplios no deben ser negociables.

De hecho, resulta irónico que los beneficios sociales de semejantes subvenciones sean enormes, mientras que los costos son insignificantes. ¿De verdad cree alguien que una película artística francesa representa una grave amenaza para un gran éxito veraniego de Hollywood? Sin embargo, la avaricia de éste no conoce límite y los negociadores comerciales de EE.UU. son implacables. Y esa es precisamente la razón por la que se deben retirar esos artículos antes de que comiencen las negociaciones. De lo contrario, se ejercerán presiones y existe el riesgo real de que en un acuerdo se sacrifiquen valores básicos en pro de los intereses comerciales.

Si los negociadores crearan un régimen de libre comercio auténtico, en el que se concediera a las opiniones de los ciudadanos de a pie al menos tanta importancia como a las de los grupos de presión empresariales, podría sentirme optimista, en el sentido de que el resultado fortalecería la economía y mejoraría el bienestar social. Sin embargo, la realidad es que tenemos un régimen de comercio dirigido, que coloca por delante los intereses empresariales, y un proceso de negociaciones que no es democrático ni transparente.

La probabilidad de que lo que resulte de las futuras negociaciones esté al servicio de los intereses de los americanos de a pie es poca; la perspectiva para los ciudadanos de a pie de otros países es aún más desoladora.

* Premio Nobel de Economía 2001.
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