Por: José Antonio Gutiérrez D.
25 Junio 2013.
“El
conflicto que hoy enfrentamos tiene profundas raíces, deviene de años, de
siglos, de resistencia (…) Pero sobretodo deviene de la forma en que se
construyó el Estado colombiano, a través de la guerra, del exterminio, del
despojo (…) por eso decimos que en Colombia existe un conflicto social y
armado, social por las causas estructurales y armado porque la guerra es la
forma específica en que en los últimos 40 años se construyó, al menos hegemónicamente,
la política (…) El conflicto armado no es ajeno a las causas por las cuales
luchamos; y aunque la degradación del mismo ha hecho que una parte de la
expresión insurgente se rija por las lógicas militaristas y autoritarias, es
más perversa la lógica del Estado que ha ubicado en la guerra la justificación
de su estrategia para continuar excluyendo la población y arrebatando hoy más
que nunca nuestros recursos naturales”
(“Memorias
de la Tercera Mesa Nacional Indígena de Paz y Derechos Humanos”, CNIP,
2006, pp.71-72.)
Referirse a la
historia del conflicto social y armado es algo a lo que la oligarquía
colombiana tiene verdadera repugnancia. Esta discusión ha sido erradicada de
los curriculums escolares y los medios reproducen una visión según la cual el
presente no tiene relación alguna con el pasado. Las insurgencias “alguna vez”
tuvieron ideología o respondieron a las dinámicas de la lucha del campesinado;
ahora es diferente, son “bandoleros”, “narcoterroristas”. Afirmaciones que son
dadas de antemano como ciertas, incuestionables, machacadas hasta la saciedad.
Así vivimos en un presente sin pasado, en una realidad de “generación
espontánea”; o en el mejor de los casos, vivimos en un presente, que,
curiosamente, no se explica por su pasado, el cual sería ajeno y distante.
¿Puede abordarse la
discusión del conflicto (y consecuentemente de la paz) de manera ahistórica?
Pues lo vemos muy difícil. Porque al centrarse en un presente sin pasado
desconectamos la violencia política y social de Colombia de sus raíces. Lo cual
obstaculiza la identificación de las causas estructurales que la ocasionaron
–acto totalmente necesario para identificar, a su vez, las transformaciones
estructurales que se precisan para poder superarlas. La paradoja que tenemos es
que hay un proceso de paz andando, lo cual de por sí debería ser un reconocimiento
de que hay cosas que andan muy mal en el país de hace mucho tiempo, pero en el
cual no se toca en el discurso de la oligarquía ni de los medios, las “causas”
de la rebelión de los insurgentes. La discusión de la agenda de paz se pretende
mantener en temas meramente técnicos, para lograr así lo que se llama una paz
exprés. Como si un conflicto de seis décadas se solucionara con formulitas
mágicas sacadas de la manga.
Desde el punto de vista popular, el conflicto tiene un origen, tiene causas estructurales, y tiene una trayectoria. Su pasado se concatena necesariamente con el presente. En el pueblo de Macondo, son elementos del pueblo, irreductibles, los que recuerdan las insurrecciones del coronel Aureliano Buendía y la masacre de los trabajadores bananeros, mientras desde la institucionalidad se inocula la plaga de la amnesia.
Es fundamental
traer al debate dos elementos cuando se trata de hablar del conflicto social y
armado, y consecuentemente, de las posibilidades de superarlo. El primero, son
los orígenes sociales del conflicto en
la lucha agraria y en la dinámica concreta de acumulación por despojo violento
por parte de los poderosos. El segundo elemento, es la tradición secular de exclusión y represión como respuesta
privilegiada (casi exclusiva) a las demandas populares desde el aparato del
Estado. Estos dos elementos son claves a la hora de explorar las posibilidades
de terminar el conflicto armado y no es casual que se hayan convertido en ejes centrales
dentro de la agenda de La Habana (los ejes agrario y de participación política).
Estos elementos, conjuntamente con el de las garantías para la insurgencia una vez desmovilizada, deben ser
abordados con sentido histórico y no desde una óptica puramente voluntarista.
Es decir, no se trata de que la oligarquía asuma “compromisos” sino de
desmontar las estructuras sociales que producen y reproducen la violencia
oligárquica en Colombia.
Paz ¿con justicia social? Lucha
de clases y despojo
Es importante
precisar que cuando hablamos de paz con justicia social, no queremos decir que
estos dos son elementos que existen en paralelo. No queremos decir que, aparte
de querer la paz, también sería chévere tener justicia social. Ni tampoco
queremos decir que una vez alcanzada la paz, la justicia social caerá
mágicamente como maná del cielo. Lo que queremos decir es algo muy diferente:
es que para que haya paz, debe haber
justicia social, es decir una transformación profunda de las estructuras de la
sociedad en beneficio de los sectores tradicionalmente marginados, explotados,
oprimidos y violentados. Esta concepción de la paz no es una particularidad
del izquierdismo criollo sino que se asienta en una larga tradición filosófica
y política. El mismo Ghandi decía que la pobreza es la peor forma de violencia,
una violencia de carácter estructural. Sin embargo, en Colombia esta definición
de paz no tiene asiento exclusivamente en preferencias de corte filosófico sino
que en la realidad concreta de la lucha de clases.
Desde luego, los
socialbacanos de todos los pelajes nos dirán que una cosa no lleva a la otra.
Que la existencia de pobreza, desigualdad y miseria no significa mecánicamente
que haya conflicto armado. ¿No se cansan de señalarnos que en toda América
Latina hay miseria y que solamente en Colombia persiste, tan intensamente, el
conflicto armado?
Y tienen razón; en
nuestra sociedad nada es mecánico. Pero la socialbacanería revela, en la manera
en que formula su argumentación, su falta de sentido histórico así como su nula
consideración de las realidades concretas de Colombia, las que ignoran
olímpicamente, prefiriendo basar sus juicios en generalidades jurídico-legales.
Más allá de lo cuestionable que puede ser disociar tajantemente (contra toda
evidencia empírica) desigualdad y pobreza de violencia (la cual no es reducible
al componente armado), lo preocupante es su ignorancia deliberada sobre las
causas estructurales del conflicto armado: particularmente, sobre la dinámica del despojo.
No hay excusas para
esta ignorancia deliberada y consciente. No la hay, porque no estamos ante un
fenómeno ignoto, oculto, sino a una dinámica que ha sido suficientemente
estudiada y analizada por múltiples académicos e investigadores. Se ha escrito
volumen tras volumen sobre este proceso de acumulación por despojo, incluidos
trabajos magistrales por parte de Alfredo Molano, Catherine Legrand, Nazih
Richani y muchos más, que han analizado esta dinámica a nivel tanto nacional
como regional. Es bien conocido el ciclo de despojo de tierras propiciado
mediante la violencia hacendada, que utilizó para tal fin las fuerzas del
Estado, tropas paramilitares y el enfrentamiento entre campesinos mediante la
agitación de la confrontación interpartidista liberal-conservadora. Es bien
conocido que este proceso implicó que millones de personas fueron expulsadas de
sus tierras, las cuales se desvalorizaron y luego re-valorizaron, mientras que,
a la vez, otros tantos ampliaron la frontera agrícola como colonos. Después
como continuación del ciclo permanente de despojo, los grandes propietarios y
ganaderos les arrebataron las tierras a los colonos, mediante artimañas legales
o mediante la violencia directa.
En la fase de la
globalización neoliberal, esta misma lógica del despojo va de la mano de la
agroindustria y de los megaproyectos, sobre todo los minero-energéticos- extractivistas.
Esta dinámica de la acumulación por despojo violento que el Capital
multinacional ha comenzado a implementar en numerosas comunidades rurales en la
lucha mundial por recursos cada vez más escasos, tiene una larga trayectoria en
Colombia, en donde ha habido un continuum
entre el modelo rural hacendado y los intentos de modernización oligárquicos. Aunque
se modifiquen algunos actores, la lógica permanece y, con ello, se mantiene la
dinámica íntima de despojo y resistencia que subyace al conflicto social y
armado en Colombia. Romper esta lógica de acumulación y despojo, es el sentido
preciso que tiene la justicia social que frecuentemente acompaña al vocablo
“paz” en Colombia. En pocas palabras, como la lógica de acumulación violenta
tiene bases materiales, es indispensable trastocar al latifundismo que está en
su misma raíz.
La violencia como respuesta
privilegiada del Estado a las demandas populares
El poder de esta
clase latifundista y la dinámica de acumulación por despojo han dado origen a
un determinado tipo de Estado, cuya marca es la exclusión. Por esta razón, se
ha establecido como pauta el rechazo a cualquier demanda popular, las que en
lugar de ser solucionadas o acomodadas, son respondidas con una violencia
extrema, en la que actúan fuerzas oficiales o paraestatales. Bien es cierto que
todo Estado es un aparato de dominación de clase y no fruto de un idílico pacto
social, como lo afirma engañosamente la teoría liberal del derecho; como tal,
todo Estado reprime y representa el punto nodal de las fuerzas represivas al
servicio de la clase dominante. En el caso colombiano, la represión, sin
embargo, se ha vuelto rutinaria y ha bloqueado incluso el desarrollo de
reformas que en la mayor parte del mundo han sido logradas por medios pacíficos,
precisamente, porque no ponen en riesgo la existencia del modelo económico
capitalista. El Estado colombiano, hecho
a imagen y semejanza de la oligarquía que lo parió, es manejado como una
hacienda, donde el patrón manda fusta en mano y gruñe cuando escucha algo que
no es de su agrado. Por ello, la violencia en Colombia (en su dimensión
tanto real como simbólica) no es un factor excepcional sino cotidiano que
atraviesa todas las esferas de la vida social.
El bloqueo de los
canales para la reforma social y el privilegio al uso la fuerza en el ejercicio del poder lo
constatamos a diario, en cada protesta social, por inofensiva que ésta sea. Esta dinámica represiva es un elemento
fundamental para entender el surgimiento de la resistencia armada en Colombia,
a partir de grupos de autodefensa campesina que se organizaron para enfrentar
los atropellos constantes del régimen y de los hacendados. Dentro del
revisionismo histórico propiciado por los grupos en el poder, esta historia -necesaria
para entender el presente- es puesta de cabeza y a los grupos paramilitares (al
servicio del régimen y de los hacendados) se les ha investido maliciosamente con
el título de “autodefensas”: el victimario ha terminado haciéndose pasar por
víctima. En realidad son los actuales movimientos guerrilleros los que tienen
su origen firmemente clavado en los grupos de autodefensa campesinos de los ‘40
y ‘50.
Sin ir más lejos, en
estos momentos se puede constatar la respuesta brutal del ESMAD y del Ejército
a la protesta legal, pacífica y constitucional de los campesinos del Catatumbo.
Este hecho nos da una lección clarísima de las fuerzas sociales y de la dinámica
de violencia oficial que ha impulsado a sectores del campesinado a la violencia
revolucionaria, sea espontáneamente o mediante la vinculación a las filas
insurgentes. ¿Qué puede ser más legítimo que el pliego petitorio de los
campesinos de Catatumbo? ¿Cómo justificar ese ejercicio cruel y desmedido de la
violencia del Estado, sino mediante temerarios e infundados señalamientos? El
padre Javier Giraldo relata un diálogo que sostuvo en Santander, cerca de
Barrancabermeja, con un campesino, quien le confesaba que después de
sistemáticos abusos y vejaciones del ejército, y ante la inacción de las
autoridades, “había tomado la decisión
irreversible se sumarse a la guerrilla”. Relata Giraldo de manera
reflexiva:
“Me encontraba ante un hombre que había
pagado elevadas cuotas de sacrificio para demostrar el valor de las luchas no
violentas pero ahora su esperanza estaba destrozada. ¿Qué alternativa presentarle
de lucha, que él ya no hubiera intentado con resultados frustrantes? Quise
hacerle ver que tampoco en la guerrilla iba a experimentar éxito alguno y más
bien le esperarían profundos sufrimientos y sinsabores. Él me respondió que eso
bien lo sabía, pero que sólo buscaba morir con dignidad, pues de todas maneras
lo iban a matar” [1].
No es saludable,
más aún en medio de una negociación de paz, ignorar la violencia institucional
que impulsa al campesinado a la respuesta violenta, primero como mera autodefensa,
después (ante la persecución por parte del Estado hacia sus refugios en
Riochiquito, El Pato, Guayabero y Marquetalia), con el fin estratégico de
presionar transformaciones sociales. Ello sólo beneficia a los que usufructúan
del ejercicio exclusivo del poder a la vez que esgrimen el argumento falaz de
la “democracia” asediada. Mientras tanto, desde los medios de comunicación
condenan la supuesta “irracionalidad” de unos alzados en armas que no tienen de
su lado, supuestamente, ninguna razón, ni más motivación que su maldad
congénita o una inclinación criminal innata. Lo cierto es que no hay tal
irracionalidad: la razón de los alzados en armas es la racionalidad
maquiavélica de quienes detentan el poder mediante el ejercicio casi exclusivo
de la fuerza.
La cuestión de las garantías (o
el cuento del sapito y el escorpión)
Un elemento clave
que ronda las negociaciones es el tema de las garantías para la participación
política de la insurgencia. ¿Es suficiente un compromiso del Estado de no
eliminar a los insurgentes o a los miembros de la oposición? ¿De qué sirvió ese
compromiso en 1986 cuando se desencadenó el genocidio de la Unión Patriótica
mediante la operación “Baile Rojo”, orquestada desde las altas cúpulas de las
fuerzas represivas del Estado? ¿De qué sirvieron las garantías cuando se
consumó, por parte del Ejército y las AUC, la matanza espantosa contra
organizaciones y personas que participaron, de buena fe, en las audiencias
públicas del Caguán durante el proceso de paz de 1998-2002? ¿De qué sirven hoy las
promesas del gobierno nacional cuando desde ya estamos viendo que a las
organizaciones y personas participantes en los Foros Agrario y de Participación
Política, auspiciados por la mesa de negociaciones de la Habana y el PNUD, se
les ataca, persigue, estigmatiza, asesina y desaparece?
La discusión de las
garantías debe ser sacada de esa matriz voluntarista según la cual basta que el
Estado más criminal del hemisferio, sencillamente, prometa, cruz pa’l cielo,
que ahora sí, ya no matará más opositores ni ex guerrilleros, como lo hicieron
en los ’50, en los ’90, es decir, en todos los procesos de negociación previos.
Entender el
problema de las garantías de esta manera, es una burla porque se parte de la
base de que en Colombia existe una “democracia”, con defectos, pero democracia
a fin de cuentas. Una democracia en la que las estructuras están bien, pero la
gente ha hecho “vainas malucas” sólo porque estamos en guerra. En una
democracia no existen leyes que criminalizan la protesta social, ni semejante
despropósito como el fuero militar que permite la agresión letal e
indiscriminada contra la población, ni mucho menos, se exterminan partidos,
sindicatos y movimientos completos. En una democracia, no se espía, vigila y
controla a los ciudadanos con una red de informantes de cerca de dos millones y
medio de personas, red que hasta tiene alcance internacional.
En Colombia, aún en presencia de ciertos
formalismos democráticos, no hay tal cosa, ni siquiera en el sentido más
conservador y burgués del término. Lo que existe es un régimen excluyente,
de fuerza, que ha privilegiado históricamente la violencia como respuesta única
a la menor protesta. Un régimen
inflexible, incapaz de asumir la menor reforma, y cuyo cambio más significativo
en las últimas décadas fue su mutación de una república oligárquica tradicional
en un régimen mafioso y paramilitarizado.
Teniendo esta
perspectiva, ¿puede considerarse el tema de las garantías para la participación
política, como un asunto de mera voluntad de la clase dominante? ¡Como si la
cuestión fuera un asunto de voluntad! No me cabe la menor duda que aún entre lo
más rancio de esta oligarquía genocida, hay personas de buena voluntad. El carácter criminal de esta oligarquía no
depende de las inclinaciones más o menos psicopáticas de tal o cual oligarca
matón. Depende de la misma dinámica de la acumulación por despojo que ya
hemos descrito. Por ello discutir las
“garantías” es una cuestión hasta casi que superflua. Lo que se debe
discutir es la apertura de espacios políticos, transformaciones profundas al
ejercicio y las estructuras de poder, el desmonte del latifundio –base material
del paramilitarismo y de la república oligárquica-, etc.
Si no es así,
aunque tengamos todas las garantías, compromisos y actas de buena fe por parte
del Estado colombiano, se volverá a repetir el ciclo de genocidio que ya
conocemos. Es como el cuento del sapito y del escorpión: se trata de la
naturaleza de los actores en este proceso. Es por ello que los cambios de fondo
no son algo que, algún día en un lejano futuro, se producirá cuando haya paz y
la insurgencia se haya incorporado al actual sistema “democrático”. El momento
de los cambios es y debe ser ahora, y el pueblo movilizado debe ser la columna
vertebral que articule este proyecto de transformación radical que necesita el
pueblo colombiano. Y que si no es radical, servirá de bien poco. Pues como se
dice en criollo, el cáncer no se cura con aspirinas.
[1] Javier Giraldo
sj. “Colombia, esta democracia genocida”, 1994, Ed. Cristianisme i Justícia,
p.38.