Revista Semana 17 Agosto 2013
Como a los arroceros del Huila, pronto les llegará su turno a los algodoneros, a los paperos, a los cafeteros, a los zapateros y a los músicos.
Para el 19 de agosto
se anuncia un paro agrario contra el gobierno. Un paro sobrado de
razones. Este gobierno –y todos los anteriores, desde la apertura “hacia
el futuro”, este oscuro presente, que anunció César Gaviria: todos los
gobiernos neoliberales que ha padecido Colombia– han llevado el campo a la ruina, agricultura y ganadería confundidas por igual.
Hace
veinticinco años Colombia exportaba alimentos (y no solo café). Ahora
los importa (incluyendo el café). ¿Qué queda hoy en el campo colombiano
que todavía sea rentable? Solamente la coca, que por ser ilegal escapa
al control del gobierno. El cual, en consecuencia, la persigue. (Por
orden, no sobra decirlo, del gobierno de Estados Unidos).
Piden
tres cosas los promotores del paro agrario reunidos en la MIA (Mesa
Nacional Agropecuaria y Popular de Interlocución y Acuerdo). Una curiosa
organización de organizaciones que, curiosamente, no ha sido señalada
todavía (cuando esto escribo) como un torpedo terrorista manipulado por
las Farc. Tal vez lo sea. En todo caso, sus tres peticiones parecen
dictadas por la más elemental sensatez: poner fin a las fumigaciones de
los cultivos ilícitos, suspender la importación de alimentos de
producción local, y revisar los tratados de libre comercio firmados en
los últimos años por Colombia.
Lo de parar las
fumigaciones es una necesidad evidente. De sobra se ha explicado que,
además de ser desproporcionadamente costosas por la obligación de
hacerlas con pilotos mercenarios contratados en los Estados Unidos y con
venenos comprados allá, y no aquí, a la empresa Monsanto, son inútiles y
dañinas.
Inútiles y dañinas porque no eliminan
los cultivos ilícitos sino que los empujan selva adentro, provocando
más deforestación en un país que es casi el primero del mundo en esa
empresa destructora; y dañinas a secas porque no solo envenenan los
cultivos prohibidos, sino también todo lo que crece en torno: los
cultivos de pancoger, la gente, las aguas.
Lo
de suspender la importación de alimentos es cosa que también se cae de
su peso, porque los consumidores son los mismos productores: el panelero
compra arroz, el arrocero compra panela. Y entra ahí el tercer punto,
que es el de la renegociación o denuncia, por lesión enorme de los
tratados eufemísticamente llamados de libre comercio, que son en
realidad de amarrado sometimiento.
Por ellos,
la agricultura y la industria colombianas –y también la cultura, y por
supuesto la minería, y la flora y la fauna– están obligadas a renunciar a
las protecciones y defensas estatales que han amparado a todas las
agriculturas e industrias de los países hoy desarrollados en las etapas
de su desarrollo: los europeos, los de América del Norte, los asiáticos.
Y así desnudas, por así decirlo, tienen que competir con ellos,
‘libremente’, al tiempo que ellos, por su parte, siguen cubiertos por su
paraguas de proteccionismo.
Así, por ejemplo,
el TLC con los Estados Unidos le prohíbe a Colombia subsidiar sus
productos agropecuarios, no solo para la exportación sino para el
consumo interno; pero en los mismo días en que ese tratado entraba en
vigor, el Congreso norteamericano decidía duplicar los subsidios
gubernamentales otorgados a su propia agricultura, que pasaron de un
golpe de 50.000 a 90.000 millones de dólares anuales. (Porque también
sus recetas de libre comercio son solo para la exportación).
Vean
en YouTube, por internet, un documental de Victoria Solano titulado
9.70, que ilustra las consecuencias de una sola resolución dictada por
el ICA en aplicación de uno solo de los parágrafos del TLC. Una
resolución por la cual, so pena de altas multas, confiscación y cárcel,
se prohíbe a los arroceros del Huila sembrar sus propias semillas y se
les obliga a comprar las “certificadas” por ese organismo oficial: es
decir, “mejoradas” genéticamente y luego patentadas por las
multinacionales norteamericanas Monsanto, Dupont o Syngenta. Hay otras
semillas mejores, aunque no hayan sido “mejoradas”. Pero el TLC
comprometió a Colombia a usar solo esas.
Como a
los arroceros del Huila, pronto les llegará el turno a los algodoneros,
a los paperos, a los cafeteros, a los lecheros, a los criadores de
pollos y de cerdos. Y a los zapateros, y a los músicos.
¿Y a
los gobernantes no? Sí, claro. Son ellos quienes han puesto a los demás
en ese brete, imponiéndoles su propia sumisión. La cual es voluntaria.
Debida “a la convicción, y no a la coacción”, para usar la frase de
Ernesto Samper cuando arrancaba en persona matas de coca para que no le
quitaran la visa.
No es que a Juan Manuel
Santos, o a Gaviria, o a todos los presidentes intermedios y sus
ministros de Hacienda y de Comercio (Santos ha sido las dos cosas) los
hayan sometido por la fuerza o por el chantaje, y ni siquiera que los
hayan sobornado de manera directa. Tampoco les han lavado el cerebro con
burundanga–perdón: con escopolamina patentada por un laboratorio
farmacéutico a partir del borrachero que crecía silvestre en la sabana
de Bogotá. Simplemente les han hecho probar la ideología neoliberal. Y
hoy son adictos.