14 de Agosto 2013.
Ahí vamos, ahí vamos… respondió
socarronamente el general Sergio Mantilla cuando la prensa le preguntó
cuán cerca de Timoleón Jiménez se hallaba el Ejército. Como quien repite
una lección aprendida, dijo igual que el Presidente, que la guerra está
pronta a acabarse por las buenas o por las malas. Y aprovechó la
ocasión para advertir a nuestros delegados en La Habana que siguen
siendo un objetivo de alto valor estratégico, así que no vaya a
ocurrírseles salirse del proceso, o de Cuba, porque perderían las
garantías conocidas.
El general Mantilla al menos hizo mención a órdenes de captura. El Presidente en cambio fue mucho más explícito, la orden que tienen las fuerzas militares es ejecutar a cualquier miembro de las FARC que localicen en Colombia. Dar muerte, o de baja, o matar, especialmente a Timochenko, con quien al mismo tiempo no descarta reunirse, siempre que sirva para poner fin al conflicto. No se puede bajar un instante la guardia, porque sería un incentivo perverso para que la guerrilla prolongue las conversaciones indefinidamente, explicó.
A la oligarquía colombiana, como a sus verdugos de turno, no le interesa disimular su carácter violento, ni su lógica de imposiciones y dominación. Ante las tropas, por boca del Presidente, repite el estribillo según el cual la Mesa de La Habana no hubiera existido si no fuera por la campaña exitosa cumplida por las fuerzas armadas. En otros escenarios, es el Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, quien advierte que para llegar al punto actual fueron determinantes el Plan Colombia de Pastrana y el cerco militar realizado durante el gobierno de Álvaro Uribe.
El punto actual son las conversaciones de paz de La Habana. Y el punto de partida, el proceso de paz del Caguán. Resulta una monumental tontería afirmar que se requirieron diez años de guerra, aterradoras cifras de muertos y heridos, miles de millones de dólares y millones de desplazados y de víctimas para obligar a las FARC a sentarse en una mesa de diálogos, cuando precisamente allí estábamos al iniciarse semejante demostración de fuerza tan criminal como inútil. Olvidaron que fue el régimen quien se paró de la Mesa.
En todas sus guerras contra el pueblo de Colombia, la oligarquía bipartidista ha apelado a los emplazamientos y amenazas. El Presidente Valencia creyó que con izar el pendón nacional en la destruida aldea de Marquetalia había finiquitado el asunto. Y el Presidente Gaviria, que con su guerra integral pondría fin al problema en dieciocho meses. El presupuesto de Uribe fue de dos años, y no lo logró en dos gobiernos. Recién posesionado, Santos advirtió que si no nos entregábamos vendrían por nosotros. Lejos de lograrlo, vuelve a mostrarnos los colmillos.
La cuestión con las FARC, que sin duda celebraremos nuestros cincuenta años de lucha armada mientras Juan Manuel hace las maletas o pugna por su reelección, es más sencilla de lo que parece. Mucho más fácil que matarnos o desmovilizarnos a todos. Más simple que encarcelar 13.700 compatriotas inconformes. Es abrir realmente las puertas a la democracia en nuestro país, desterrar para siempre la manía de imponer las decisiones a la fuerza.
El diario El Espectador tituló recientemente que todos los días era atacado un defensor de derechos humanos en Colombia y que en los siete primeros meses de 2013 cada cuatro días ha sido asesinado uno. En un país en que el Presidente y los ministros del interior y de defensa acusan de guerrilleros de las FARC a los campesinos y mineros que protestan y paran, no es extraño que la Policía y el Ejército, en cumplimiento del público mandato presidencial, los repelan con granadas y balas de fusil. Ni que los grupos paramilitares que subsisten amenacen de muerte a líderes de la oposición o maten dirigentes reclamantes de tierra o defensores de derechos humanos.
¿Acaso valían algo los campesinos masacrados en las recientes marchas en el Catatumbo? ¿No salió todo el Establecimiento y la prensa a rodear al conductor que en Cáceres decidió arrollar con su camioneta a los mineros que bloqueaban la vía? En este último caso, todos hablaban del terrible drama del pobre hombre que accidentalmente, por obra de la infiltración guerrillera en la protesta, había matado a cinco mineros y lesionado ocho más, estableciendo una cruel segregación entre quien deliberadamente asesina y las repudiables víctimas que lo provocan. Vaya a saberse realmente cuál es la condición de semejante energúmeno.
Cuando el Presidente se ufana en los montes de María de haber estado allá seis años atrás, comprobando la baja de Martín Caballero, olvida que consta judicialmente que Caballero y los guerrilleros que lo acompañaban, fueron rematados salvajemente por la tropa, después que el bombardeo de la fuerza aérea los había dejado heridos, desarmados y pidiendo clemencia al tiempo que ofrecían entregarse. Y cuando celebra la muerte de Seplin en el Cauca, oculta que no fue dado de baja en combate sino asesinado a traición y sobreseguro cuando en compañía de un campesino transitaba vestido de civil por un camino. Igual a como mataron a Gabriel Zavala en Zaragoza, o al Negro Eliécer en el Norte de Santander.
La dificultad para llegar a prontos acuerdos radica precisamente en las confesiones públicas de Santos: no estamos negociando nada que pueda preocupar a los colombianos en materia económica o de aspectos fundamentales de nuestro sistema de gobierno. Los guerrilleros colombianos no estamos defendiendo ningún sistema criminal de gobierno, ni estamos empeñados en sacar adelante una política económica que beneficie las transnacionales en desmedro del pueblo de nuestro país. Santos sí, y esa es nuestra pequeña gran diferencia.
Los combatientes y mandos de las FARC somos revolucionarios, no nos mueve ningún interés personal, ni percibimos ningún salario por lo que hacemos. Hemos entregado nuestras vidas a la más bella causa del género humano, poner fin a la discriminación entre los hombres, a la explotación de unos por otros, a las injusticias institucionalizadas. Defendemos la independencia y soberanía real de nuestra patria, banderas heredadas del Libertador Simón Bolívar. No pretendemos la revolución en una Mesa, pero sí al menos concertar un gran acuerdo que saque al país para siempre de la opresión violenta, que siente unas bases mínimas para la construcción de la justicia social. Nuestros adversarios sólo insisten en rendiciones.
Las amenazas de muerte y las órdenes de ejecución sin ninguna clase de juicio no sirven para intimidarnos, ni logran aclimatar el ambiente de reconciliación necesario para concertar una salida. Valga recordar, llevando abusivamente a la prosa a Jorge Manrique, que Esos reyes poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, por tristes casos, llorosos, fueron sus buenas venturas trastornadas; así que no hay cosa fuerte, que a papas, emperadores y prelados, así los trata la muerte, como a los pobres pastores de ganado. Cuando morimos descansamos, Santos.
Timoleón Jiménez