Por. Iván Cepeda Castro
El Espectador.
Uno de los grandes especialistas en la
investigación del sistema carcelario y penitenciario colombiano, Michael Reed,
escribió hace poco: “Día tras día el hacinamiento carcome el cuerpo y el
espíritu de miles de hombres y mujeres presos. Día tras día el Estado mantiene
en edificios decrépitos a miles de humanos como vacas rumbo al matadero. El
espacio ardiente de sitios que llaman Bellavista y Villahermosa destruye minuto
a minuto la humanidad de jóvenes que se vuelven viejos en el encierro.
Segundo tras segundo, la vida de un preso
transcurre bajo peligro de enfermedad o de muerte. El encierro en estas
condiciones vuelve loco a cualquiera”. Quien no haya estado allí, no haya ido y
visto, no lo cree.O si lo cree, no logra sentir las profundidades de la
degradación que alcanza el ser humano en nuestras cárceles. O si lo siente, no
lo considera indignante.Y eso es hasta cierto punto comprensible: una sociedad
en la que cualquier atrocidad es admitida y trivializada, ¿por qué habría de
sobrecogerse ante el horror en que viven quienes han sido inculpados o
condenados por delitos y crímenes?
Ese letargo colectivo es de vez en cuando
interrumpido. El año anterior en al menos cinco cárceles del país se
presentaron brotes epidémicos de enfermedades como tuberculosis y varicela en
sitios en los que impera alto grado de hacinamiento. Cualquier asistencia
médica en tales circunstancias es compleja. Incluso el aislamiento y la
cuarentena cuando se presenta la saturación de los más recónditos espacios de
reclusión pueden mostrarse insuficientes. Pero, en Colombia ni siquiera ese
escenario es el peor. Dado que la “crisis” carcelaria se encadena a la “crisis”
del sistema de salud –esto es, con la ausencia de cualquier atención médica en
las cárceles- la desesperada solución es el traslado de los enfermos, lo que
amenaza crear una eventual multiplicación de las fuentes epidémicas en varias
cárceles.
En los últimos cinco años, se han presentado 500
muertes de reclusos en todo el país. De acuerdo con información de la
Defensoría del Pueblo, a septiembre de 2012 se habían presentado 1.283 tutelas
por fallas en el servicio de salud en 110 cárceles.
En materia de hacinamiento basta con advertir lo
que sentencian recientes decisiones judiciales. El Tribunal Administrativo de
Antioquia al fallar contra el Estado, obligándolo a indemnizar a un preso,
definió el hacinamiento como una condición que “resquebraja los derechos de los
reclusos, ya que los lleva a sobrevivir en condiciones humillantes, inauditas y
agraviantes”. Cada mes llegan a las cárceles del país 1.100 presos nuevos. Ya
se han adoptado medidas extremas como el ‘pico y placa’ para las visitas. Tan
insoportable es el estado de hacinamiento que muchos internos piden a sus
familiares que no los visiten por vergüenza a atenderlos en condiciones tan
degradantes.
En los últimos meses del año pasado se registraron
múltiples acciones de protesta y movimientos –cada vez más coordinados- en al
menos 20 cárceles por parte de los prisioneros e incluso de los guardias; actos
de desobediencia pacífica que terminaron a menudo reprimidos con métodos
violentos.
Como congresista he corroborado todos estos hechos
en más de 40 visitas que he practicado en los últimos años a las cárceles.
Siempre me impactan los terribles testimonios e imágenes de esta realidad dantesca.
En Bellavista, un interno se quejó de que los baños son degradantes, puesto que
la gotera cae con el orín de los pisos superiores. Aseguró que habían
solicitado autorización para ingresar herramientas y materiales buscando
solucionar este problema para que “por lo menos quienes duermen en el baño
puedan hacerlo bien”. En Puerto Triunfo –la cárcel que se encuentra al lado de
la hacienda Nápoles- los presos coordinadores de derechos humanos en los patios
definieron su situación diciendo que los animales del zoológico de Pablo
Escobar viven mejor que ellos, y para ilustrarlo llevaron a la reunión a un
hombre que por semanas había mantenido una huelga de hambre con los labios
cosidos. En Picaleña, los reclusos se quejaron de que las raciones de comida eran
tan reducidas que padecían siempre hambre, a lo que las prisioneras agregaron
que para ellas era peor porque les daban porciones más pequeñas aun aduciendo
que “las mujeres comen menos que los hombres”.
Está demostrado que ni la construcción de nuevas
cárceles, ni la privatización del sistema son medidas adecuadas para resolver
esta situación cada vez más insostenible. El trámite de la reforma al Código
Penitenciario y las medidas de transformación que ha propuesto la Ministra de
Justicia son una buena oportunidad para que se abra el debate nacional sobre
esta grave problemática. De lo contrario, será una tragedia de grandes
proporciones o un paro nacional penitenciario indefinido los que pondrán al
desnudo ante la opinión el macabro estado de las cárceles del país.
Incluso cuando la sociedad se acostumbra a que el
umbral de lo que se considera digno para el ser humano sea tratado en la forma
más elemental, llega el momento del brusco despertar. Podrá decirse que es
alarmismo o paranoia, pero se ve venir el estallido, la explosión, de las
bombas de tiempo que son las cárceles colombianas. Es probable que sea este
año. O tal vez el siguiente.