OPINIÓN.Martes 16 Octubre 2012
¿Cuál
es la esencia del encuentro en Oslo? La derrota de las armas por la
dialéctica. Porque la guerra es la imposición de la fuerza bruta al
talento intelectual.
Después de medio siglo de guerra fratricida, todo ha sido inútil: la
pérdida de los mejores hombres, el derramamiento de la sangre inocente y el
gasto de las más ingentes sumas del dinero de los colombianos. Solo después de
esa monstruosa inutilidad las partes se convencieron de que ninguna logró sus
propósitos. En este choque violento, la cresta de las Farc estuvo en los años
noventa, con la guerra de posiciones, la toma de bases militares y la retención
de tropas. La cumbre cimera la coronó el establecimiento entre 2002-2008, con
el bombardeo extraterritorial, la liberación de los retenidos y los falsos
positivos. Pero en esa parábola de la guerra, ni el ejército oficial, —el más
poderoso y equipado de Latinoamérica—, fue capaz de diezmar al ejército
rebelde, ni las Farc de alcanzar la Plaza de Bolívar: es el empate asimétrico
de la guerra. Ese grado de conciencia, esa certeza incuestionable, es la razón
para que las partes en conflicto vuelvan a la mesa de diálogo.
¿Cuál es la esencia del encuentro en Oslo? Es la victoria de la
inteligencia sobre la fuerza o la derrota de las armas por la dialéctica.
Porque la guerra es la imposición de la fuerza bruta al talento intelectual.
Ante la pequeñez de su inteligencia, quienes defienden unos intereses mal
habidos recurren al odio, y empuñan las armas para vencer a quienes tienen la
razón, y usan la palabra para hacerla valer. Ese es el drama de la guerra,
hecho realidad en el Gorgias de Platón. Allí se enfrenta la palabra de Sócrates
contra la espada de Calicles. Ante su incapacidad dialéctica, Calicles abandona
el diálogo, agarra su espada y reta a Sócrates a que haga lo que quiera. Ese es
el secreto bien guardado de la guerra: la incapacidad dialéctica.
En el trance que comienza en Oslo y continúa en La Habana, hay optimistas y
pesimistas. Son optimistas los dialécticos, los discípulos de Sócrates. Son
pesimistas, los devotos ciegos de la fuerza: acobardados por el uso de la
razón, prefieren las armas para vencer y aniquilar antes que utilizar la
palabra para persuadir y convencer. No le temen a los cilindros de las Farc
—porque para ello tienen los aviones supersónicos y miles de toneladas de
bombas inteligentes—, sino al discurso de Timochenko en el Congreso. Los
voceros de las Farc, racionales, pragmáticos y conscientes de sus limitaciones
en armas modernas, lo dicen sin ambages: “De lo que se trata es de ser serios,
de proponer cosas sensatas, de ser pragmáticos y aspirar tan solo a lo que la
oligarquía está dispuesta a conceder […]. Estamos dispuestos a hacer lo que sea
para buscar salidas dialogadas”.
Porque las Farc ya están convencidas —siempre lo han estado—, no es a ellas
a quienes tiene que convencer el presidente Santos. Es al sector más violento,
agresivo, mezquino y excluyente de la sociedad: el más conservador y atrasado
de América. Durante los últimos treinta años ningún jefe de Estado fue capaz de
convencer a ese sector, que no tiene visión más allá de las alambradas de sus
haciendas, de los muros de sus empresas y de los fusiles de sus ejércitos
privados. Según Otto Morales Benítez, esos enemigos de la paz, hace treinta
años estaban “agazapados”, dentro o fuera del Estado. Hoy no están agazapados
sino encabritados, y desde todos los flancos disparan rayos y centellas contra
el proceso de paz que desde el comienzo de su mandato inició el presidente
Santos. Si Santos es capaz de convencer a esas fuerzas oscurantistas a que
devuelvan las tierras que les robaron a los campesinos, y a que permitan que
los disidentes tengan un espacio bajo el sol y una voz en la política, se
merece el Nobel de la Paz. Será hasta entonces, el único Parnaso de la historia
política de Colombia.