Miércoles 25 de Septiembre 2013.
El Presidente Santos respondió calculando cada palabra al referirse
en Nueva York a los ofrecimientos de colaboración que le hiciera el
Presidente Mujica. No obstante agradecer la propuesta del territorio
uruguayo como posible sede, el primer mandatario colombiano prefirió no
adelantar nada sobre diálogos con la guerrilla del ELN. En este tipo de
situaciones hay que ser muy prudente. Las decisiones se toman de común
acuerdo, afirmó.
Vale creer que para el Presidente Santos esta última frase debe
inspirar también los diálogos con las FARC. Las decisiones, los
acuerdos, han de ser el producto del consenso. No puede pretenderse
estar sentado en una mesa de conversaciones y que sólo lo que una de las
partes sostenga merezca atención. Si como lo predica repetidamente
Santos, se conversa es con el enemigo, si la paz consiste en tender
puentes entre contrarios, los modelos económico y de democracia,
verdaderas causas de la confrontación social y armada, necesariamente
deben ser modificados.
En las más recientes intervenciones del Presidente Santos, su
discurso apunta a señalar con un grave e irresponsable sesgo, que el
conflicto armado colombiano, la guerra, esa que ha dado en llamar mula o
vaca muerta atravesada en el camino, es atribuible de manera exclusiva a
la insurgencia. El terrorismo de Estado, las ejecuciones
extrajudiciales, el paramilitarismo, los desplazamientos y demás
horrores, según él, sólo son imputables a nosotros. Los intereses
norteamericanos, la oligarquía colombiana, sus fuerzas armadas, sus
políticas antipopulares y violentas, su corrupción y sus represiones son
por completo ajenos e inocentes.
Si bien es cierto que varias generaciones de colombianos no hemos
conocido en la vida un solo día de paz, tampoco puede desconocerse que
lo peor de la existencia ha correspondido siempre a los sectores más
pobres, la inmensa mayoría, y no precisamente a las familias engominadas
que durante más de un siglo han manejado el país para beneficio de
sectores minoritarios. Que Santos padre o hijo hayan prestado su
servicio militar en la Armada o el Ejército, está muy lejos de
equipararlos con los humildes colombianos que se juegan la vida en el
campo de batalla. Las odiosas distinciones de clase y los privilegios
perversos no desaparecen con frases enternecedoras.
El cerrado régimen bipartidista, la violencia salvaje en que echó sus
raíces desde la primera parte del siglo pasado, azuzada por familias
como los Santos, según sus propias y espontáneas revelaciones recientes,
la brutal redistribución de la tierra que se prolonga hasta los albores
de esta centuria, las políticas económicas encaminadas a favorecer
siempre a banqueros, empresarios, terratenientes y compañías extranjeras
al precio del envilecimiento de la vida de los trabajadores y
campesinos, la militarización creciente, la criminalización de la lucha
social, el vandalismo policial, la conjunción de corrupción,
narcotráfico y paramilitarismo, el exterminio de la Unión Patriótica y
lo más granado del movimiento sindical, campesino y popular, la guerra
sucia, los crímenes cometidos por las fuerzas armadas en nombre de la
contrainsurgencia, el capitalismo salvaje desatado en el país con la
implementación de las políticas neoliberales, para la oligarquía
gobernante ninguno de esos fenómenos de la vida colombiana guarda
relación alguna con el conflicto armado existente en el país. Así que
basta nuestra voluntad para poner fin a todo.
Lo que hemos afirmado las FARC desde el comienzo de las
aproximaciones con el actual gobierno, es que para poner fin
definitivamente al conflicto es necesario remover todas esas causas
reales de la confrontación. Tras un largo proceso denominado Encuentro
Exploratorio, firmamos con el gobierno nacional un Acuerdo General que
todo el mundo conoce. Cuando lo hicimos, las dos partes coincidimos en
que el desarrollo de los puntos de la agenda acordada se cumpliría en el
espíritu de las distintas consideraciones que integraron su preámbulo.
Sin embargo, nuestros delegados siempre se topan con la actitud
gubernamental de considerar que el Acuerdo sólo comprende los puntos de
la Agenda, a los cuales además insisten en otorgar tal restricción, que
sólo lo que ellos llevan a la Mesa merece considerarse.
Cumplidas así las cosas, y ya lo han explicado ampliamente nuestros
voceros, el gobierno nacional insiste en sus imposiciones unilaterales.
Ya cuenta con su marco legal para la paz, un modelo de justicia
transicional diseñado sin contar para nada con nuestra opinión, el cual
además el Presidente Santos promociona hasta en las Naciones Unidas,
única fórmula que considera válida para los puntos sobre víctimas y
participación política. Ya tiene lista su ley de referendo para
refrendar los acuerdos finales. Afirma que una vez desmovilizada, la
guerrilla deberá cambiar de bando y sumarse a la política estatal de
erradicación de cultivos ilícitos, porque así lo tiene él decidido antes
de tratar del tema en los foros respectivos y en la Mesa. Así también
la responsabilidad por el conflicto deberá ser asumida toda por
nosotros.
Y aparte, presiona con el cuento de que el tiempo y la paciencia de
los colombianos se agotan. Las protestas, las marchas y los paros
recientes demuestran que eso puede ser cierto, pero no en el sentido que
indica el Presidente. Su tal Pacto Nacional por el Agro no pasa de ser
otro de sus falsos positivos. Los problemas, la inconformidad y la
rebeldía siguen vivas. Lo que se acorta en realidad es el tiempo para
definir su candidatura a la reelección, y es evidente su afán en exhibir
al país un acuerdo de paz. Pero ni siquiera por ello asume una posición
que facilite la concertación. Somos nosotros quienes debemos ceder a
sus afanes y firmar cuanto antes lo que él quiere. Vuelve a llamarnos
terroristas, se ufana de haber derramado nuestra sangre como nadie en
los últimos cincuenta años y exhibe en cada mano la cabeza de un miembro
del Secretariado.
Así la cosas, cada gesto nuestro de reconciliación significa
debilidad. Haber pasado sobre el cadáver del camarada Alfonso Cano,
haber aceptado los dos enviados al primer encuentro cuando no eran los
que oficialmente nos habían dicho, hasta nuestra sincera voluntad de
firmar una paz digna y justa es interpretada como el producto de la
derrota militar. Y qué decir de la propuesta de cese bilateral de
fuegos. Y de cada una de las propuestas a la Mesa. Todavía a estas
alturas, tres años después de fracasar con su Espada de Honor y su
Prosperidad Democrática, y pese a sus manifestaciones de encontrar una
salida política, Santos, alucinado, confía en doblegarnos con gruñidos.
Estamos muy viejos para eso. La clave está en consensuar, en cambiar
para bien esa actitud arrogante y mezquina.
Mientras eso pasa, ante tan grande ofensiva discursiva y mediática
contra nosotros y lo que sucede en la Mesa, con el exclusivo propósito
de que el país y el mundo conozcan en verdad lo que ocurre, he decidido
autorizar a nuestros voceros en La Habana la elaboración de un informe
al pueblo colombiano. Tenemos una gran responsabilidad ante él, y tanta
retórica hace daño, Santos.
TIMOLEÓN JIMENEZ
JEFE DEL ESTADO MAYOR CENTRAL DE LAS FARC-EP
25 de septiembre de 2013.