El Espectador 31 de Agosto 2013
Si La Calera se rebela y decretan el toque de queda y la ley seca; si hay pedreas, heridos y ruanas ensangrentadas, es porque algo muy grave está pasando en el país.
La Calera ha sido un pueblo melancólico, frío, laureanista, donde hasta se llegó a celebrar, por orden del general Amadeo Rodríguez, el asesinato de unos presos volados de La Picota el 9 de abril del 48. Eran puros rojos, habría dicho, y, ¡fuego! Plinio Apuleyo saldrá a decir hoy que las Farc dejaron infiltrados ahí unos “piscos” el día que se la tomaron y que son ellos los que dirigen las marchas.
Es el argumento de siempre, que esta vez, por lo masivo y
radical del movimiento, se ha vuelto a favor de la guerrilla: si las
Farc mueven todo lo que se ve, el Gobierno está diciendo babosadas sobre
su derrota estratégica y todas esas victorias de oficina. Visto así,
como diríamos hace unos años, estamos ante los dolores de parto de una
nueva criatura que lleva gestándose 50 años.
Porque lo que está pasando
en el campo, y ahora también en las ciudades, no es otra cosa que las
demandas represadas —y reprimidas a balazos— durante muchos años. En el
desenlace no juegan sólo los TLC y ni siquiera la apertura económica
inaugurada hace 25 años; juegan el robo de tierras permanente, el
destierro de millones de campesinos, la impunidad, la exclusión
política, el desempleo masivo, el desprecio por su trabajo, las mentiras
sistemáticas sobre su condición, la sangre. Todo pesa, todo entra hoy
en la balanza. La trampa queda al descubierto. La verdad ha sido
obligada a salir a la calle.
Desde Ipiales, Nariño, a Campo de la Cruz,
Atlántico, y desde Putumayo hasta Antioquia, pasando por Cajibío,
Soacha, Fusa y Faca, las protestas avanzan y se organizan, llegan a las
ciudades y se concentra en plazas y avenidas. El Gobierno —o mejor el
gym boy que “funge” como ministro de Defensa— ha dado la orden de
reprimir las marchas y las manifestaciones. Del otro lado, el ministro
de Agricultura —que, como su nombre lo indica, no ha hecho más que
torpezas— y el taciturno y balbuceante ministro del Interior no han
podido entender qué pasa y ofrecen cualquier cosa, lo que se les ocurre,
durante el viaje a Tunja. Por debajo la sangre corre y la indignación
crece.
Santos no sabe qué hacer. Un día dice que todo es mentira; otro,
que todo es promovido por la guerrilla, y después que el negocio es
barato, fácil; finalmente son labriegos. Nada. Por ningún lado. El Esmad
es rebasado y ahora el Ejército da un paso adelante, sale a disparar a
discreción, bombardea desde helicópteros con gases lacrimógenos a los
manifestantes y abre los archivos de inteligencia para echarles mano a
quienes no había podido capturar por falta de pruebas, como en el caso
de Ballesteros. En Bogotá hubo cuatro muertos el jueves, en Tolima dos.
Hay un centenar de heridos graves, debe haber miles de detenidos. El
Gobierno va acumulando fracasos y fracasos; improvisa, se desdice, duda,
dispara. Los campesinos son cada día más fuertes y afirmativos.
La Mesa
Agropecuaria y Popular de Interlocución y Acuerdos, MIA, ha presentado
unas demandas mínimas que constituirían, de acogerse, un verdadero
revolcón institucional, que de hecho dejaría el país en paz. Es
paradójico, el Gobierno que se negó con arrogancia e insensatez a
negociar en La Habana el modelo de desarrollo y la doctrina militar, se
verá ahora obligado a hacerlo con un movimiento civil, desarmado y
democrático. Seguir con el cuento de que millones de manifestantes son
manejados por cuatro vándalos inadaptados, como dice el intrépido
general Palomino, es, por lo menos, ingenuo.
El Gobierno está hoy entre
la espada y la pared. Si opta por la represión brutal, de sobra se cae
la negociación de La Habana, porque, ¿de qué garantías podría hablar si
permite que se mate a la gente en los barrios y en las carreteras? Si
opta por negociar el modelo económico y la doctrina militar, ¿cuál será
la reacción de los gremios económicos y de los militares agremiados? Lo
que se vio en Bogotá, en Cali, en Medellín, en Cartagena, en Ubaté, en
Ibagué fue el prólogo de la primavera, largamente esperada, o el
desplome del castillo de naipes que nos habían montado. En la calle, y
no en el monte, se están jugando hoy la suerte del país y la suerte del
presidente Santos.
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