El Espectador 27 de Septiembre 2014
El desarrollo —o como se quiera llamar esa fuerza arrolladora y
destructora— tiene sitiadas a comunidades indígenas y campesinas en todo
el país.
El desarrollo no anda solo, tiene una larga cola de
fuego. No entiendo por qué razón divina no hay petróleo debajo de la
Plaza de Bolívar, ni en el Palacio de Nariño o debajo de barrios como
Rosales en Bogotá, o El Poblado en Medellín, o en... Cali. Nada. Allá no
hay ni oro, ni petróleo, ni carbón. Nada. Sería muy divertido ver salir
al presidente en calzoncillos o a las señoras de los barrios
residenciales a medio maquillarse y con un zapato sí y otro no,
huyéndole al Escuadrón Antimotines y ver al intrépido general Palomino
dando órdenes a sus hombres. ¿Por qué eso nunca pasa? Cada día son
mayores mis dudas sobre la justicia divina.
El
Putumayo es una de esas regiones que ni que fueran parte del Egipto de
las siete plagas: primero pasó la devastadora horda de Hernán Pérez de
Quesada matando indios, desbaratando comunidades.
Después fueron los
capuchinos catalanes, que en nombre de Dios y a rejo físico pusieron a
su servicio a los naturales. Más tarde llegó la Casa Arana detrás del
caucho de sus selvas. Esclavizaron a los indígenas y exterminaron
comunidades enteras. El gobierno colombiano los uniformó para echarlos
como carne de cañón contra el ejército peruano. Cuando salían de la
guerra, llegaron los cazadores a matar tigres mariposos, perros de agua,
cachirres, para exportar sus pieles.
Las cosas se estaban calmando en
el momento en que llegó la coca y detrás las mafias y detrás la guerra y
más detrás la fumigación. Historia que continúa. Pese a que el Gobierno
asegura que no está fumigando, las avionetas de los contratistas
particulares de la Policía antinarcóticos lo siguen haciendo. La
estrategia es para secar no sólo las matas de coca sino todos los
cultivos, con el propósito evidente de sacar a los colonos de sus
tierras y abrírselas a los ganaderos. Por eso muchos cultivadores están
hoy trabajando en la costa pacífica, de donde los sacarán para abrirles
esas tierras a los palmeros. Entre 1998 y 2006, el Putumayo fue
territorio paramilitar: las masacres dejaron heridas que no cierran: El
Tigre, Puerto Asís... Y así.
Desde
los 60 llegó al Putumayo una nueva plaga: las empresas petroleras, con
todos sus fierros. Fierros, fierros: desde tubos y taladro, hasta
cañones y bombas. Y enemigos: Farc, Eln, Epl. También con fierros y
fierros: tatucos, minas quiebrapatas, fusiles AK-47. El petróleo se ha
convertido en una pesadilla sangrienta. Hoy hay comunidades de indígenas
y de campesinos al borde de una explosión mayor. En los límites con
Ecuador, en la cuenca de los ríos Cuembí y Teteyé, hay un cabildo nasa
kiwna chab. La Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) dio
permiso al Consorcio Colombia Energy para la explotación del crudo y hoy
hay instalados 39 pozos y tres baterías cuyos efectos sobre acuíferos,
destrucción de bosque, destrozo de humedales y exposición de las
comunidades a la guerra han obligado a una protesta indígena que se
generaliza a medida que el Gobierno se hace el desentendido.
El
desprecio de la gente es criminal. Las instituciones, tan pomposamente
nombradas para otras cosas, se hacen las pendejas hasta que la gente
salta y se toma una trocha e impide el paso de las tractomulas cargadas
de crudo. Es la señal de la guerra. El Esmad entra a romper huesos,
sacar ojos y descabezar dirigentes. La gente de Teteyé lleva 90 días de
paro.
La guerrilla, que no es legión de ángeles, ha hecho y deshecho con
tractomulas y oleoductos: el petróleo crudo —nata espesa, negra y
plástica— corre por caños y cañadas, inundando chucuas y contaminando
acueductos. El olor de aceite quemado es insoportable, el agua potable
se agota, la gente se enardece. Las petroleras dicen que no tienen
condiciones objetivas de seguridad para resolver el problema, aunque sea
su obligación. Pero patalean con cinismo y cálculo; alegan que es culpa
de la guerrilla. Pero no pueden atrincherarse detrás de ese argumento
para dejar a la gente expuesta al abandono y al desastre con pérfidas
intenciones políticas que terminarán incendiando el Putumayo.