24 de Octubre de 2013.
Foto: Tomada del Semanario Voz
Desbrozando Ideas (II)
La
pregunta en torno a quiénes están realmente cansados con el proceso de
paz, mueve en verdad a importantes reflexiones. Una de ellas corresponde
al comienzo mismo de las conversaciones entre el gobierno nacional y
las FARC-EP. ¿Por qué se inició el proceso? Tras los ocho años de guerra
total practicados por Uribe, ¿qué movió a Santos a dar el giro?
En la nota anterior
poníamos de presente su convicción, de hecho él fue uno de los cruentos
protagonistas de la seguridad democrática, de que las FARC nos
hallábamos en una situación desesperada, urgidos de una oportunidad para
salvar nuestros pellejos a punto de ser cortados por el Estado. Aunque
errada, tal idea ejerció notable influencia en su decisión de conversar.
Y señaló el criterio
gubernamental acerca del único contenido posible de los diálogos. La
inmensa mayoría de los observadores, siempre al servicio del régimen,
con mayor descaro o cuidadoso disimulo según su grado de compromiso,
dedicaron muchas líneas a celebrar la decisión de Santos al ensayar la
vía dialogada para poner fin al conflicto. Y sobre esa base construyeron
su prestigio.
En adelante se aprestaron a medir los
éxitos del proceso en torno a los resultados perseguidos por el
Presidente. Pero, para que Santos hubiera podido dar curso a la
posibilidad de los diálogos, tuvo que crear un consenso importante entre
los poderes económicos y políticos que determinan los rumbos del país.
La mayoría de ellos terminó por aceptar sus suposiciones y le otorgó el
aval.
Fue cuando sobrevino la fiesta mediática
por la apertura de las conversaciones de paz. Todos a una, con
excepción del desprestigiado uribismo fundamentalista, se dedicaron a
expresar loas en torno a la inminencia del fin del conflicto, que habría
de conseguirse muy pronto en la Mesa. Se dijo entonces que Colombia, el
país, la sociedad en su conjunto, apoyaban el proceso.
Conviene tener cautela cuando los
grandes medios de comunicación se aúnan para hablar en nombre de toda
Colombia. Si bien es cierto que al emerger ciertos sentimientos de hondo
calado nacional, como la reciente clasificación de nuestra selección al
campeonato mundial de futbol, los medios se ven obligados a
registrarlo, también es cierto que muchas veces suelen inventarlos.
O los manipulan de manera astuta, para
beneficio exclusivo de los poderes que representan. Es así como la
celebración general producida con el anuncio de las conversaciones, no
sólo incluía la óptica gubernamental propia de las clases dominantes,
sino que también abrigaba la otra, la de los de abajo, la de los
invisibles, la de quienes registran y aparecen sólo si conviene a los de
arriba.
En otras palabras, el otro país, el de
los negros, los indios, los campesinos, los desempleados, los
profesionales frustrados, los millones de colombianos que ante la falta
de oportunidades se rebuscan la vida como pueden, el de la gente buena
pensante, el de la izquierda consecuente, el que comprende las razones
de la guerrilla, también estaba de fiesta con el inicio de los diálogos.
Porque ese país es realmente el
verdadero interesado en que termine la guerra. Y ese país llevaba muchos
años clamando por que se iniciaran nuevamente conversaciones en busca
de una salida incruenta al conflicto. Desde luego, hasta el momento en
que las élites anunciaron las nuevas conversaciones, ese país no había
existido para los medios, ni para nadie que no fuera él mismo.
La oligarquía colombiana siempre ha
creído que esa masa amorfa de desharrapados, de hambrientos sin techo,
de desposeídos, de inconformes impertinentes, de chillones engañados por
terroristas, sólo merece atención cuando puede derivar un importante
beneficio de ella. Ya se trate de sus votos, de sus cuerpos para la
guerra o de mano de obra miserablemente paga.
Cuando esa masa humana de gentuza se
niega a transitar por el camino que ella le señala, se convierte en
enemiga a combatir sin consideración de ninguna clase. Así, si resulta
un obstáculo material para sus planes de agro carburantes, gran minería
a cielo abierto o infraestructura funcional a la globalización, o si se
inclina por peligrosas opciones izquierdistas, hay que matarla.
Hay que desaparecerla, hay que
aterrorizarla, desplazarla, encarcelarla, someterla como sea. La
conjunción de poderosos intereses económicos foráneos y de sectores
dominantes en la economía nacional, con proyectos políticos excluyentes y
sectarios, terminó por generar el conflicto armado que ha marcado la
existencia de nuestro país en las últimas cinco décadas.
No son las Ingrid, ni los políticos o
militares muertos en aventureros y fallidos intentos de rescate, las
verdaderas víctimas del conflicto armado colombiano. Ni siquiera los
miles caídos en los enfrentamientos entre guerrilla y fuerza pública.
Sino los millones de colombianos que lo han perdido todo para que el
índice de crecimiento económico subaa favor de las clases pudientes.
Las decenas de miles de familias que
pierden sus viviendas con las entidades crediticias, o las centenares de
miles que trabajan como esclavos gran parte de su vida para acrecentar
felizmente las ganancias de los grandes grupos financieros, son víctimas
de este sistema que se sostiene sólo porque cuenta con un inmenso
aparato de fuerza bruta que se reclama legítimo sin serlo.
Esa Colombia, y no la de las familias
Santos, Uribe, Santodomingo o Sarmiento, entre otras, es la que clama
por paz con justicia social, con profundas reformas institucionales y en
el manejo económico del país. Las FARC-EP, que somos apenas una de las
expresiones de esa Colombia largamente humillada y perseguida, sabemos
que gran parte de ella nos acompaña en esta brega.
Estamos perfectamente claros de que el
actual proceso de paz jamás hubiera sido posible sin el concurso
decidido de los colombianos del montón, que en innumerables actos y
declaraciones, aún en los momentos en que todo parecía perdido, se
lanzaron a la calle y a los foros a exigir la apertura de los diálogos.
Ese sentimiento persiste, y se halla hoy más fortalecido que nunca.
La paz, la solución política del
conflicto, la continuidad del proceso de La Habana, no sólo no está en
dependencia de los intereses de Santos, sino que reposa en la voz y la
presencia de los millones y millones de compatriotas que no quieren más
esta guerra. La oligarquía de siempre no puede continuar devorando la
patria mientras invoca su nombre. La paz no es cosa suya, es de todos.