María Jimena Duzán estuvo presente en la ceremonia de firma del acuerdo. Estas son sus impresiones de un momento que cambiará la historia de Colombia.
En mi larga vida de periodista –marcada por
el inri de tener que cubrir una guerra sin sentido de la que resulté
siendo también víctima– nunca me había sentido tan conmovida por la
contundencia de un momento histórico, como el que presencié el jueves pasado en el centro de convenciones del Laguito en La Habana.
Fue
una ceremonia corta y sobria que se desarrolló en medio de un clima de
franqueza y sin las prevenciones que se sintieron hace nueve meses en
este mismo recinto el 23 de septiembre del año pasado, cuando por
primera vez se encontraron públicamente el presidente Santos y el jefe
de las Farc para firmar el acuerdo de justicia transicional. En esa
oportunidad, la tensión entre las partes era tan evidente que le tocó al
presidente de Cuba, Raúl Castro, forzar al presidente Santos y al jefe
de las Farc, Timoleón Jiménez, a un encontrón de manos que no estaba previsto en el protocolo.
En
la reunión del jueves no hubo que forzar nada, porque todo fluyó. La
tensión de hace unos meses se había disipado y lo que se percibía era
confianza entre las partes, una sensación que nunca había experimentado
en estos tres años y medio que vengo cubriendo este proceso de paz.
Al presidente Santos se le vio tan relajado que hasta se dio el lujo de salirse de su tradicional sobriedad y le regaló al jefe de las Farc el balígrafo
–una bala que el Ministerio de Educación ha convertido en lápiz–, que
traía consigo un mensaje subliminal sobre lo que significa para el país
el final de la guerra con las Farc. Estas también trajeron un regalo con
otro mensaje subliminal sobre lo que significó ese día para ellos: una
tabla de madera en la que estaba pintada la figura de Marulanda, en la
que se podía leer “2016 año de la Paz, 1964, Farc-ep-2016”.
Al
jefe de las Farc se le vio mucho más tranquilo y confiado que hace
nueve meses, pese a que estaba convaleciente de una apendicitis que lo
mantuvo toda la semana pasada en la clínica. El lunes, cuando se dieron
las últimas puntadas del acuerdo con la canciller María Ángela Holguín
en La Habana y Timochenko no pudo asistir, se temió que no iba a estar
presente en la ceremonia. Sin embargo, hasta en esto hubo suerte: el
jefe de las Farc pudo llegar a pronunciar un discurso que a muchos de
los delegados del gobierno les sorprendió porque parecía escrito por un
político y no por el jefe de la guerrilla más numerosa de América
Latina. Sus críticas a la Ley de Zidres y al nuevo Código de Policía
fueron incluso respondidas por varios de los representantes de los
partidos políticos que venían en la comitiva presidencial con cierto
humor. “Si no les gustó a las Farc el Código de Policía, es porque nos
quedó bien”, dijo en algún momento el presidente de Cambio Radical,
Rodrigo Lara.
Si algo he aprendido en
estos años de guerra y de procesos de paz inconclusos es que, en las
negociaciones de paz, las formas son claves para detectar el grado de
confianza entre las partes y su compromiso frente a lo pactado. Por eso
me sorprendió especialmente el refinamiento de las formas y el trato
entre las dos delegaciones en esta ocasión. A diferencia de lo que
ocurrió el 23 de septiembre de 2015, esta vez no hubo bandos marcados,
ni miradas escrutadoras, ni pesados silencios.
Ni siquiera funcionó el
estricto protocolo de los cubanos. Antes de sentarse en su esquina, los
comandantes de las Farc, ataviados con elegantes guayaberas de lino, se
trasladaron al lugar donde estaba sentado el gobierno y saludaron a los
plenipotenciarios haciendo gala de una espontaneidad que no se les
conocía; cantaron el himno nacional para sorpresa de muchos y al rígido
protocolo cubano poco le importó que Bernard Aronson, el delegado del
presidente Obama, hubiera quedado ubicado más cerca de la delegación de
las Farc que de la del gobierno. Hubo tiempo para que los celulares de
lado y lado sacaran fotos y atraparan este momento histórico e incluso
para que el presidente Nicolás Maduro, al final de la ceremonia, le
hubiera sacado una carcajada al expresidente César Gaviria, exsecretario
de la OEA y, hasta hoy, persona non grata en Venezuela.
Sin
embargo, un apretón de manos me recordó el dolor que nos ha dejado esta
guerra: el que se dieron Clara Rojas, la hoy representante a quien las
Farc tuvieron secuestrada durante siete años en la profundidad de la
selva, y Pastor Alape. Vi cómo él se dirigía hacia Clara: “Bienvenida a
Cuba”, le dijo el comandante algo nervioso mientras le extendía la mano.
“Bienvenido más bien a esta Colombia”, le contestó Clara Rojas,
bastante conmovida. No pude dejar de pensar en todo lo que tuvo que
hacer ella para venir hasta aquí y mirar a sus victimarios desprovista
de odio. No debió ser fácil tampoco para Alape confrontar una mirada tan
digna y tan bien puesta.
Si hubo un
momento cumbre, en el que la emotividad se tomó la sala y consiguió
erizar la piel hasta de los más incrédulos, llegó cuando las Farc
aplaudieron al presidente Santos en la mitad de su discurso luego de que
confesó que él había sido un implacable adversario de las Farc, pero
que de la misma forma que pactaba la paz, iba a defender su derecho a
expresarse, así nunca fuera a estar de acuerdo con ellos.
Al
término de sus palabras, a Santos, que poco expresa lo que siente, se
le vio sonriente y hasta contento. Tenía por qué estarlo: muchos
presidentes intentaron protagonizar este momento histórico, pero solo
él, pese a tener 20 puntos de favorabilidad en las encuestas (o por
cuenta de eso) pudo lograrlo. Una persona de su círculo cercano atinó a
decirme que “después de tanto palo recibido este era sin duda el día más
feliz de sus años de mandato”.
El gran
ausente de este momento histórico fue sin duda el vicepresidente Germán
Vargas, a quien muchas voces preguntaron. No vino ni para el 23 de
septiembre, ni tampoco estará en la foto que sella el fin de la guerra.
La pregunta que más se hacían en el recinto una vez concluido el acto
era si el proceso con ELN iba o no iba. ¿Qué va a pasar con el ELN?, le
preguntaban unos y otros a Frank Pearl. Muchos temores se liberaron con
el fin de la guerra. Aída Avella, sobreviviente de la masacre de la UP,
reveló uno de ellos. Le pregunté si estaba contenta con el final de la
guerra y me respondió que sí, pero que temía que los mataran. La mirada
más incrédula fue la de Santiago Montenegro, presidente del Consejo
Gremial, quien fue a La Habana pese a tener serias dudas sobre el
blindaje de los acuerdos de paz y a no estar de acuerdo con los
parámetros en que se pactó la justicia transicional. Y la mirada más
optimista fue la de un general activo, quien me dijo que había saludado a
Pablo Catatumbo y le había dicho que el final de la guerra era para él
la mejor noticia porque ahora sabía que iba a ver crecer a sus hijos.
El
hombre tras bambalinas del proceso de paz será sin duda Álvaro Leyva. A
pesar de haber mantenido siempre un papel muy discreto, ha sido clave
para destrabar el proceso cuando se atasca. Es uno de los bomberos del
presidente Santos. Por último está la canciller María Ángela Holguín a
quien es justo reconocerle el papel central que jugó para sortear la
última crisis. A lo mejor, en este tramo se necesitaba el toque de
pragmatismo femenino para darle la puntada final a la guerra.
¿Cómo se cocinó este momento?
El
país no sabe que hace solo tres semanas este proceso estuvo a punto de
fracasar. El día en que se firmó el acuerdo sobre el blindaje jurídico y
se conoció que se había incluido un artículo que amarraba la puesta en
marcha de los acuerdos a un plebiscito no acordado con la guerrilla, las
Farc se levantaron de la mesa. La guerrilla consideró que eso era un
mico colgado a última hora al acuerdo, porque ellos no lo habían
pactado. Con su retirada, quedó en vilo el cese al fuego bilateral y las
negociaciones se frenaron abruptamente.
La
semana pasada, en medio de este clima adverso, la canciller Holguín,
por instrucciones de Santos, viajó a La Habana el domingo 20 para
reunirse con las Farc con la misión de ver cómo se lograba sacar al
proceso de ese punto negro. Para preparar el terreno, dos días antes
viajaron a La Habana Álvaro Leyva Durán y el senador por el Polo Iván
Cepeda, dos personas que han jugado tras bambalinas un papel fundamental
en este proceso. Dos temas tenían trabado el proceso: el número de
zonas de concentración y el tema del plebiscito.
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La
primera reunión de la canciller con las Farc tuvo lugar el lunes en La
Habana pero no hubo humo blanco: aunque la guerrilla se había bajado de
65 a 55, los militares seguían insistiendo en que no podía haber más de
18 zonas. A instancias de Holguín se decidió hacer una reunión a
primeras horas del martes a la que asistieron los militares miembros de
la subcomisión diseñada para ponerle fin a la guerra, encabezados por el
general Flórez y todos los comandantes de las Farc, Pastor Alape, Pablo
Catatumbo, Carlos Antonio Losada, Ivan Márquez y Joaquín Gómez. Sin
acaloramientos, estudiaron zona por zona bajo la batuta de la canciller.
Al final del día lograron llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas
partes: 23 zonas de concentración y ocho puntos fijos. Por eso, el
presidente Santos en su discurso hizo un reconocimiento especial a las
Fuerzas Armadas y al papel que han desempeñado sobre todo en esta última
fase.
Mientras esto sucedía, se adelantaban reuniones para lograr un
acuerdo alrededor del plebiscito, cosa que se logró finalmente el
miércoles. La clave para que todo esto hubiera sido posible era más
simple de lo que uno se imagina: “Se logró crear confianza entre las
partes”, me confesó una persona que estuvo muy cerca de los
acontecimientos de estos últimos días.
Vea nuestro especial: El camino para el desarme de las Farc
La
puntada final fue la invitación al secretario de la ONU, Ban Ki-moon,
en la que también tuvo que ver María Ángela Holguín. Ella lo había
llamado la semana anterior para invitarlo el jueves 23 a que estuviera
presente en la ceremonia, pero le había dejado claro que solo hasta el
lunes podía saber si el acuerdo se firmaba ese día. Cuando hubo humo
blanco, no solo Ban Ki-moon estaba listo para asistir a la ceremonia,
porque ya se había montado al bus la presidenta de Chile, Michelle
Bachelet. Lo demás… ya es historia.