Su ingreso a la inmortalidad lo coronó de gloria Alfonso simbolizó de una vez y para siempre eso. La maravillosa saga del revolucionario latinoamericano convencido.
Por Gabriel Ángel
La
primera noticia que tuve de él provino de la prensa de comienzos de los
años ochenta. Su nombre y su fotografía me resultarían familiares
desde entonces. Se trataba de un hombre que superaba por un poco los
treinta años, más bien delgado, de barba espesa, que usaba unos lentes
enormes de montura redondeada, tras los cuales se percibía una mirada
que auscultaba a su interlocutor con profunda inteligencia.
Se lo
presentaba como miembro del Secretariado Nacional de las FARC, algo que
sonaba extraño dada su juventud y su reciente ingreso a filas. Para
entonces los colombianos sufríamos del efecto M-19, una guerrilla
urbana que recién había asumido un carácter rural, y a cuya cabeza
figuraba un personaje excepcional, Jaime Bateman Cayón. Creo que todos
los simpatizantes de la izquierda llegamos a admirarlo sinceramente, y
lo echamos de veras de menos cuando el conjunto que simbolizaba la
organización que él creó y dirigió, se fue desmoronando tras su muerte
ocurrida en un accidente aéreo en el año 1983.
Justo al año siguiente
aparecieron las FARC en el escenario de la política nacional, con la
enorme fuerza acumulada tras veinte años de paciente y distante lucha
guerrillera. La firma de los Acuerdos de La Uribe reveló también la
dimensión histórica de sus grandes artífices, Manuel Marulanda y Jacobo
Arenas, dos hombres duros, maduros y sonrientes que proponían una
suerte de país diferente. A su lado, un poco como su protegido, emergió
Alfonso Cano, reconocido de inmediato como una especie de intelectual
rebelde, representante sin haberlo pretendido de la juventud
revolucionaria urbana que tendría de inmediato en él su referente.
Porque Alfonso simbolizó de una vez y para siempre eso. La maravillosa
saga del revolucionario latinoamericano convencido. Dirigente y
activista estudiantil, militante de la Juventud Comunista, miembro de
las redes de conspiración clandestina en la ciudad y finalmente líder
guerrillero en las montañas. No podían faltar en él desde luego la
etapa de formación política en la Unión Soviética, ni la experiencia de
la captura a manos de la policía del régimen, con sus interrogatorios
brutales, la celda de aislamiento y la temporada de reafirmación en la
cárcel como prisionero político. Tampoco su etapa de acción política
pública y legal, desempeñada con la Coordinadora Guerrillera Simón
Bolívar en Caracas y Tlaxcala. Su muerte en combate, ya sesentón,
convertido en el jefe máximo de las FARC, ratifica para la eternidad su
talante romántico de soñador, inspirador eterno de la lucha contra la
opresión, ejemplo imperecedero de la causa por la justicia en una
sociedad inicua.
No puedo negar que esperé un protagonismo más activo
de Cano. Tenía la madera suficiente para convertirse en un cuadro
excepcional del movimiento revolucionario colombiano, latinoamericano y
mundial. Su mente era capaz de abarcar el conjunto de la realidad
económica y social contemporánea, procesarla con detenimiento,
analizarla con la precisión de un cirujano para extraer de ella las más
acertadas conclusiones acerca de lo que había que hacer. Su sola
presencia infundía respetabilidad al ambiente, y sus palabras lo
sacralizaban. Pero era muy nuevo aún para opacar a Jacobo Arenas, esa
especie de faro monumental que iluminaba para entonces el devenir
político de las FARC. Aún tenía mucho que aprender de él. Y lo hizo.
Tras la muerte de Jacobo, su nombre apareció siempre siguiendo en todos
los documentos de las FARC al de Manuel Marulanda Vélez.
Y los farianos sabíamos que aquello no era gratuito, aunque casi fuera prohibido hablar de ello. Era el segundo, el Reemplazante del Jefe, y así apareció ante nuestros ojos durante 18 años, hasta que, como era de esperarse, asumió el mando tras el deceso del fundador. Veinticinco años como integrante del Secretariado Nacional avalaban su nueva posición. Y no había un solo mando o guerrillero raso que pusiera en duda su capacidad y prestigio. Asumió su responsabilidad con fría serenidad, aun enterado de que ya se encontraba desplegada contra él una operación enemiga sin antecedentes.
Mi primera entrevista con
Alfonso ocurrió en Casa Verde, cuando ésta empezaba a construirse
apenas. Había sido enviado allá a una misión desde el Frente. Me
desarmó por completo con su sencillez. Yo apenas tenía año y medio de
haber ingresado a las FARC y él por entonces seguía ya a Jacobo Arenas
en jerarquía. Pero sentado en su oficina frente a él, me sentí tratado
con enorme respeto y consideración.
Le agradaba mucho que fuera de
Bogotá, su paisano, y que hubiera obtenido mi título en la Universidad
Nacional, donde él también se había graduado como profesional, aunque
eso hubiera ocurrido varios años antes. Además teníamos en común la
pasión por la lectura y la inclinación por los temas históricos,
sociales y económicos. Su conversación informal era la de un
muchacho. Sabía bromear y reírse a carcajadas, con ese estilo
particular de los rolos que siempre se me antojó tan familiar. Su
frecuente apelación al Ala y al uso de los diminutivos para llamar las
cosas, lo hacía parecer como uno de los míos. En realidad lo era, era
otro hermano mayor que me había regalado la vida y que me hacía sentir
orgulloso de haberlo llegado a conocer.
Hasta su elegante modo de
llevarse el cigarrillo a la boca para fumar, era idéntico al que había
aprendido yo de mis compañeros de la secundaria. Muchos años después,
en el Caguán, le oiría contar sobre su terrible batalla para dejar ese
vicio, lo mucho que le había costado sentarse a escribir un documento
cuya elaboración le consumía dos horas, sin aspirar un cigarrillo
debido a su determinación de dejarlo. Pero lo había conseguido, y hasta
invitaba a imitarlo. Aquello no me interesaba, y él lo entendía sin
ponerse pesado.
Año y medio después volví a encontrarlo en Casa Verde. Me sorprendió que con sólo mirarme me hubiera saludado por mi nombre con la desenvoltura de quien se hubiera despedido de mí la tarde anterior. Me prometió que me invitaría a conversar en su oficina con más calma una de esas noches y efectivamente un par de días después me comunicaron la orden de presentarme allá. Su conversación fue tan amena o más que la primera vez y se extendió además a preguntarme mi opinión sobre varios asuntos, cosa que no dejaba de asombrarme puesto que no me creía digno de ello.
Hasta me facilitó cien mil pesos para el viaje
de regreso al Frente, eso sí con la condición de que le comunicara a
Adán Izquierdo que debía devolvérselos con el correo, porque tenían el
carácter de un préstamo que salía de su propio presupuesto. Ese
detalle, al parecer muy frecuente en él, revelaba su preocupación por
el correcto manejo de las finanzas de la organización. Los recursos
del movimiento siempre le parecieron sagrados e insistía en que había
que administrarlos siempre con el rigor de la economía proletaria,
rasgo que algunos malinterpretaron muchas veces para trocarlo por
cicatería.
Recuerdo haber oído alguna vez que tras invitar un día,
hallándose en el exterior, a almorzar en un restaurante a varios
compañeros, al recibir la cuenta reclamó porque esta incluía un
almuerzo de más, de acuerdo con el número de convidados. Resultó ser
cierto, el gordo Calarcá, dominado por el hambre, había pedido dos
almuerzos para él. No le hizo gracia el asunto, no podía aceptar que
alguien se comiera el doble del presupuesto que los otros. Siempre me
pareció que su fuerte era la exposición de las ideas.
Sabía desplegar
un talento excepcional para ordenar los temas e ir desmenuzándolos
rigurosamente, sin perder jamás el hilo de la explicación, haciéndola
en extremo comprensible y entretenida. El abordaje de las cuestiones
ideológicas o políticas hacía brotar al pensador profundo que habitaba
dentro de él. Fino, agudo, de palabra precisa, encontraba como un hábil
cazador el argumento oportuno, el recurso lógico que salvaba la
situación y variaba por completo el curso de la contienda. Nunca
faltaba la danza sigilosa de sus manos para acompañar el hondo sentido
de sus palabras.
Tomando en cuenta que jamás he hecho parte de los escalones
superiores de decisión del movimiento, me hallo obligado a confesar mi
ignorancia acerca de cuántos y cuáles hayan sido sus aportes en la
larga brega política y militar de las FARC. Pese a ello estoy seguro de
que debieron haber sido numerosos, frecuentes y brillantes. La notoria
estimación y el evidenterespeto que los demás miembros del
Secretariado Nacional guardaron siempre hacia él, incluido el afecto
singular de Manuel Marulanda Vélez y el Mono Jojoy, lo revelan
sobradamente.
Si Alfonso Cano no fulguró como personalidad
arrolladora en la vida política del país, fue sólo porque jamás hizo
ostentación individual de su genial talento. Prefirió siempre que
fueran la organización, su Estado Mayor Central y su Secretariado los
que dieran de qué hablar y de qué hacer. Jamás puso en duda la
naturaleza colectiva del trabajo revolucionario y de su dirección, lo
cual revela un rasgo que se olvida fácilmente de él, que era un
comunista puro. No volví a verlo desde los tiempos del Caguán. Allá
acudí varias veces a su campamento en las afueras de San Vicente,
acompañando a Iván Ríos y con la grata compañía de Mariana Páez. Nos
recibía con su calurosa hospitalidad y dedicaba hasta cuatro horas a
hablar con nosotros sobre las incidencias del proceso de paz y las
audiencias públicas.
Le apasionaban también las cuestiones relativas al
lenguaje, retar a otro a definir cuál era el modo correcto de escribir
una palabra extraña, llevando por lo general la contraria a la
argumentación fácil y resultando siempre vencedor al recurrir al
diccionario. Como hombre de honor, gustaba de hablar de dignidad e
indignidad en sus escritos, y como adversario de cualquier forma de
explotación, solía caracterizar con el término mezquindad a la actitud
de la clase dominante. No dejó nunca de sorprendernos con su apelación a
palabras inusuales para caracterizar con exactitud situaciones o
personas. Y de buen grado teníamos que consultar el Larousse para
quedar perfectamente claros.
Lo recuerdo como un verdadero
intelectual de izquierda, aunque decirlo pueda despertar hacia él el
coro bufonesco de nuestros eternos críticos que entienden por eso a un
émulo de Stalin, pobres imbéciles. Cano era un pensador marxista,
dialéctico, ampliamente empapado de la realidad mundial y nacional,
abierto a las nuevas interpretaciones de los tiempos, aislado por
entero de viejos esquemas.
Simplemente había optado por los intereses de los explotados, de los oprimidos, de las víctimas que reclamaban justicia. Cada uno de sus pensamientos y actos fue leal a esa causa. Hasta su muerte. Solía destapar una botella de trago fino y brindarnos de rato en rato una copa que él mismo servía con cierta ceremonia. Se la negaba siempre a Iván porque él era quien conducía el auto y debía llevarnos a todos de regreso.
Ponía a sonar música revolucionaria, de esa que llaman ahora canción social y por la que la más alta burguesía pretende mostrar hoy un alto aprecio.
Mueren Mercedes Sosa o Facundo Cabral y el primer comunicado lamentando el hecho sale del palacio presidencial. Es su manera de decirnos que quienes encarnan sentimiento e ideario revolucionario son ellos, mientras nosotros somos una cuestión del pasado. Había que ver cómo se reía Alfonso de eso.
Los pájaros tirándole a las escopetas, ala. Me gustaba verlo cuando se interesaba por algo. Abría enormemente los ojos y en cada pausa de su interlocutor le preguntaba que más había, al tiempo que con el dedo índice de su mano derecha se echaba hacia atrás la montura de las gafas. Escuchaba con esmerada atención, serio, sin hacer comentarios en ningún sentido, procesando y balanceando en su mente todo lo que oía. No formulaba opiniones apresuradas, indudablemente pensaba muy bien antes de hablar. Le gustaban mis escritos. Me lo dijo varias veces en persona en el Caguán y me lo repitió otras tantas después, por el radio, cuando cientos de kilómetros nos alejaron.
Tuvo
la especial deferencia de aceptar ser el presentador de mi libro La Luna
del Forense, cuando hicimos su lanzamiento público en Los Pozos en
medio de la audiencia pública con el sector del arte y la cultura.
Allí pronunció un singular y desinteresado elogio sobre mí, el cual sólo ahora vengo a entender en su verdadera dimensión. Saberlo me conforta. Aunque me duele en el alma el deber que me ha impuesto la vida de ser el cronista de este épico alzamiento. Aquí he conocido los hombres más grandes que han producido esta tierra y este pueblo. Y me ha correspondido dejar el testimonio escrito tanto de de su gigantesca obra como de su conmovedora tragedia. Hay que tener un corazón muy fuerte para poder hacerlo. Creo que fue lo que siempre supo apreciar Alfonso.
No creo que haya imaginado que algún día tendría que escribir
sobre él. Estábamos enterados del fragor de la guerra que lo acechaba
a diario. Algo hemos vivido de eso. Los sobrevuelos constantes de los
aviones de inteligencia, los repentinos bombardeos y ametrallamientos,
los desembarcos por distintos flancos, los combates y el olor a
pólvora, el rojo oscuro de la sangre, los gritos, los silencios, las
traiciones, los heroísmos y los miedos.
Tras cada embestida enemiga,
reaparecía siempre sonriente, bromeando, más sólido aun en sus
convicciones y propósitos. Sabía que la lucha sería larga y difícil,
que quizás apenas estaba comenzando, que no se trataba de una cuestión
personal, que no era él quien había de triunfar, que era un pueblo, una
multitud de desharrapados, de negros, de indios, de campesinos
humillados y sin tierra, de obreros y desempleados, de mujeres animadas
de esperanza, de millones de seres que reclamarían y conquistarían un
futuro digno para su condición humana.
De ese modo partió, manoteando,
maldiciendo a sus enemigos, disparando, echando vivas a la revolución, a
la patria grande y al socialismo. Así lo recordaremos siempre,
revistiendo de gloria su paso a la inmortalidad, alentándonos a
continuar, inspirándonos a la victoria.
Invencible Alfonso, invencibles FARC-EP.
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