2016/04/16 00:00
En estos días los guerrilleros del bloque Jorge Briceño pasan más tiempo en las aulas que en las trincheras.
Foto: León Darío Peláez
Seis horas adentro, por
una trocha por la que de vez en cuando transitan camiones atestados de
guerrilleros, o motos en las que andan vestidos de civil y con la
pistola en la pretina, nos esperan dos de los comandantes del bloque
Jorge Briceño de las Farc. Kunta Kinte es un moreno fortachón, de 52
años, con el pecho cargado de cananas, que mantiene a su lado un fusil
con mirilla de francotirador. Byron Yepes tiene 57 años, y a pesar de
haber pasado la mitad de su vida en el monte, se le nota cierto aire
urbano. Ambos estuvieron en la fundación del bloque Oriental (hoy Jorge
Briceño) a finales de los años ochenta. Han vivido su génesis, desde los
secuestros masivos, la destrucción de pueblos y el auge y declive de la
coca. Y las batallas decisivas del Plan Patriota, “el que nos tiene
sentados en La Habana porque ni el gobierno logró acabarnos ni nosotros
obtener la victoria”, dice Byron. Ambos tienen la tarea de preparar a
sus combatientes para ingresar, muy pronto, a la vida civil. Un
escenario que apenas pueden dibujar con brocha gorda. Allí, en los
Llanos del Yarí, nadie se imagina en detalle cómo será el futuro. La
guerra está muriendo pero la paz no ha nacido.
Luego
de otra hora de viaje en una camioneta sin placas en la que se escucha a
todo dar la salsa de los Rebeldes del Sur, una de las tantas
agrupaciones musicales de la guerrilla (y que por cierto no suena nada
mal), llegamos a un campamento donde por lo menos 150 hombres y mujeres
esperan el día de la firma del acuerdo final en La Habana.
El
campamento es una mata de selva en medio de la llanura donde abundan
las palmas de chonta y los insectos. Todo en él habla de lo que ha sido
la guerra. Cada combatiente tiene una trinchera al lado de su ‘caleta’,
para esconderse en caso de bombardeo. Hay túneles acondicionados para
leer sin que haya que encender luces. Las linternas están prohibidas.
Por eso aunque en las mañanas la diana se toca a las 4 y 50, todos deben
dejar listos los equipajes en medio de las tinieblas. Contrario a otros
tiempos, se cocina de día para que el humo no los delate y se
conviertan en guía de la aviación. El menú es invariable: arroz con
carne, algo de fríjoles, pastas, arepas fritas.
Esta
vez los rancheros son Marta, de 33 años, y Sebastián, un paisa de 37,
14 de los cuales los ha pasado con un fusil al hombro. Ella confiesa que
dejar el arma será difícil. “Ha sido un orgullo ser guerrillera”, dice
con altivez.
Luego del café hay una
extensa jornada de estudio. Al frente de un aula donde cada combatiente
lleva su sillita, están Isabela San Roque – quien estuvo durante varios
meses en La Habana como parte de la delegación de paz, y Laura
–ingeniera química-. Ellas son las encargadas de la instrucción política
y son las únicas de origen urbano en el campamento. Primero las
noticias. Los guerrilleros hablan libremente sobre lo que han escuchado
en la radio. El Clan Úsuga ha declarado un paro armado. Se hace un
silencio inquietante que rompe otro guerrillero con el dato más
importante del día: la Selección Colombia venció a Ecuador y va rumbo al
Mundial de Rusia. Hay júbilo. Laura lee el último comunicado enviado
desde La Habana en el que se explica por qué no se llegó a ningún
acuerdo sobre cese del fuego y dejación de armas el 23 de marzo. Nadie
se inmuta. No hay afán. El tiempo en los campamentos es lento y si ya
han pasado décadas en el monte, podrán esperar unas cuantas semanas más.
Las
huellas de la guerra se sienten en todos ellos. Han venido de todas las
regiones, porque este no es un frente de novatos. No hay menores,
aunque casi todos ellos llegaron siendo niños a las filas guerrilleras.
El promedio entre la tropa es de 15 años de militancia, en los jefes más
de 30. Muchos de ellos ni siquiera conocieron la vida civil antes de
ingresar. La guerra ha sido su medioambiente natural.
Por
ahora no hay entrenamiento militar. Las tareas más importantes son las
de organización. Andrés González, del grupo Combatientes del Yarí, tiene
32 años. Ingresó a las Farc cuando tenía 14. Su tarea principal es
resolver los conflictos que se presentan a diario entre los campesinos
de la región. En las juntas de acción comunal de las 74 veredas donde
tiene influencia su frente hay comités de conciliación. “Nosotros los
orientamos”, dice. Cuenta que en días recientes un joven se robó un
novillo y tuvo que reconocer su delito ante la comunidad, aunque no
quiso pagarlo. “En otros tiempos a lo mejor lo habríamos amarrado. Pero
ya no hacemos esas cosas”, dice. Después de que el gobierno impulsó en
este territorio el Plan de Consolidación a las Farc les tocó cambiar
muchos de sus métodos para mantener la lealtad de las comunidades. “En
el futuro la seguridad la tendrán que asumir las autoridades
competentes. Pero por ahora, la autoridad competente somos nosotros”
dice. Su sueño para cuando termine la guerra es estudiar derecho.
Ejercer la justicia con las comunidades pero sin armas.
La
otra tarea que consume el tiempo de los guerrilleros es la educación.
Luis David Celis es uno de los pocos en el campamento que logró terminar
la educación secundaria y por ello es instructor. “Enseñamos geografía,
historia y aritmética. El plan es erradicar el analfabetismo”. Admite
que luego del desescalamiento del conflicto, y ante la perspectiva de
una pronta concentración, sus vidas han cambiado mucho. “Estamos
dedicados un 60 por ciento a la formación porque las tareas que nos
esperan son grandes”.
Hace unos años,
Luis David recibió la orientación de estudiar inglés durante cinco meses
intensivos. Tanja, la guerillera holandesa, fue su maestra. Ahora él se
considera traductor simultáneo. “Por ahí traduzco las películas” y su
aspiración es “perfeccionar el idioma” cuando se termine la guerra. Para
muchos guerrilleros, las Farc han sido una escuela más allá de lo
político. Evelio Ramírez, de 33 años, se presenta como médico cirujano
graduado en la escuela de las Farc. Este es el bloque que más desarrolló
la medicina de guerra, dado que fueron casi diez años de combates sin
tregua. “Aquí hay desde cirujanos, anestesiólogos, hasta bacteriólogos”,
dice Jacqueline, quien es paramédica. La pregunta que ellos se hacen es
si toda su experiencia y conocimiento servirá para algo en la vida
civil o tendrán que empezar de cero.
El partido clandestino
Las
Farc son un mundo. El reglamento es una biblia. Algunos incluso piensan
que está por encima de las leyes colombianas. Tienen sus propios
símbolos. En las caletas los muchachos ven el noticiero que se produce
en Cuba y que les llega en USB. Una vez por semana, funcionan como
células del Partido Comunista Clandestino. Leen documentos marxistas y
discuten los acuerdos de La Habana.
Es el
último día de marzo y los comandantes deciden hacer una parada militar
en homenaje a los comandantes que murieron en marzo de 2008: Manuel
Marulanda, Raúl Reyes e Iván Ríos. Más de 200 guerrilleros se dan cita
en una cancha de la vereda, y con el himno de las Farc y de la
Internacional Socialista como música de fondo hacen una exhibición de
orden cerrado durante una hora. Rodrigo Cadete, comandante del frente
27, dirige la revista militar con voz marcial. Al fondo ondean la
bandera de las Farc, y un poco más abajo, la blanca de la paz, y la roja
del partido clandestino, en la que se destaca la hoz de los comunistas.
Mujeres de cabellos largos, rostros infantiles y boinas verdes con
estrellas doradas mueven los estandartes. Los pasos acompasados de la
tropa, el vigor de sus consignas y la solemnidad con la que rinden culto
a los comandantes parecen escenas de un tiempo detenido que evoca a los
pioneros de Cuba, o a los guardias del Ejército Rojo de Mao. Estampas
de la revolución que no fue.
En enero
pasado, muy cerca de allí, estuvo Carlos Antonio Lozada, miembro del
secretariado y uno de los negociadores de La Habana, haciendo pedagogía
sobre los acuerdos de paz. Asistieron guerrilleros y campesinos por
igual. Aquí la simbiosis entre unos y otros es total. El efecto de estas
jornadas se siente en cada guerrillero. Manejan los acuerdos al
dedillo.
“Confiamos cien por ciento en el
secretariado en cabeza del camarada Timo. Y ellos confían en nosotros”,
dice Kunta Kinte. Para los combatientes de base, Timochenko es como un
padre protector que les tranquiliza sobre el futuro, los abriga con
esperanzas, y habla con sinceridad de los problemas que hay en la mesa
como ocurrió el mes pasado cuando se supo que había diferencias grandes
con el gobierno en torno a las zonas de concentración.
Xiomara
Martínez, guerrillera de 29 años, dice que “se dejarán las armas cuando
los camaradas lo dispongan” porque está segura que se logrará un buen
acuerdo. ¿Extrañarán los fusiles? “Noooo…”, dice Kinte. “¿Qué son las
armas? Apenas un pedazo de hierro. Lo que vale es el hombre que las
porta”.
Si la dejación de armas termina
el 31 de diciembre de este año, la pregunta es qué pasará con cada uno
de ellos al otro día. “Ahí nos las arreglaremos con los camaradas”, dice
Saúl Marín. Se alza la camiseta para mostrar las cicatrices de dos
balazos que recibió en su brazo derecho durante un combate hace ya siete
años. Saúl reverbera de entusiasmo. Quiere volver a El Retorno,
Guaviare, de donde salió a los 16 años para unirse a las Farc. “Pienso
que me van a recibir como a un líder”, dice. La gama de actividades en
las que se ve es amplia: tal vez concejal, verificador de los acuerdos
y, por qué no, funcionario del Estado.
Cristian,
otro guerrillero tan curtido en combate como Saúl, lo ve más complejo:
“Pasar de portar un uniforme a hacer parte de una junta es un cambio
grandísimo”. La convicción es que el secretariado proveerá. Que los
acuerdos proveerán. Que el nuevo partido proveerá. “El partido es la
guía, es el lazo, es el amarre que vamos a tener todos los guerrilleros
para no dejarnos descarrillar de nadie”, asegura Kinte.
Un
80 por ciento de los combatientes de este bloque tendrán derecho al
indulto. A diferencia de sus jefes, podrán regresar a sus casas sin
pasar por ningún tribunal. Pero la realidad es que muchos de ellos no
tienen a dónde ir. Las Farc son todo lo que conocen. “Aquí nadie piensa
de manera individual, todo es colectivo”, reafirma Cristian.
Seguiremos unidos
En
este campamento, con guerrilleros de todas las edades, venidos de
tantas regiones, que arrastran no solo su propia guerra, sino otras
violencias que han marcado al país, cobran sentido los Territorios de
Paz que se han mencionado en La Habana y que han suscitado un prematuro
rechazo. Ellos creen que son parte de una transición necesaria para
adaptarse a la sociedad y viceversa. “Vamos a estar con nuestras
familias, con las comunidades, en función de los planes de desarrollo de
la región”, es lo que se imagina Byron.
Lejos
de repúblicas independientes tipo Marquetalia, él cree que las sabanas
del Yarí serán un lugar para impulsar la agroindustria. “Que vengan los
bancos”, dice con entusiasmo. “Se necesitará el apoyo del sector
privado, de las multinacionales, de quienes tienen el capital”. Siempre y
cuando, advierte, las reglas del juego sean justas y claras. Kinte es
más gráfico: “Aquí se siembra maíz igual que hace 500 años con un chuzo y
un canasto. Hay que modernizar a los campesinos. Que piensen, así sea
mal”.
Ambos hacen alusión a las 200.000
hectáreas de baldíos que según el gobierno las Farc le usurpó al Estado
en esta región, y en las que según Byron viven 6.000 familias de
colonos. Muchas de ellas llegaron hasta estas sabanas con la guerrilla
de Manuel Marulanda, huyendo de Marquetalia y, quiérase o no, son parte
de ese mundo llamado Farc.
La modernidad
es un imán. Tanto comandantes como combatientes sienten una inmensa
curiosidad por la tecnología. En el campamento, las cámaras de video
están en furor. Las guerrilleras lo graban todo, editan, tienen sed de
comunicarse con el mundo.
Sin embargo, el
gran temor es que los maten. Que los paramilitares se crezcan. Que haya
venganza en este territorio. Que el gobierno no cumpla. Que los dejen
solos. “La ONU” es la respuesta unánime sobre cómo garantizar que nada
de ello ocurra. Confían en que la verificación será un blindaje
poderoso.
Pocos guerrilleros sospechan
que afuera los esperan también el rechazo y la hostilidad de una
sociedad polarizada. “El peso del estigma se va a romper cuando vean que
no somos monstruos, que no somos unas mujeres violadas y enceguecidas,
ni que somos unos narcos”, dice, con voz confiada, Isabela San Roque.
“Las cosas van a salir bien”.
Alrededor
del campamento la vida sigue. Hay posiblemente más guerrilleros afuera
que adentro. Unos siembran pasto, otros hacen reuniones de pedagogía con
los campesinos, varios se mueven por las trochas trayendo bultos de
comida. La carretera por donde entramos y por donde salimos se mantiene
porque las Farc inducen a las juntas comunales a arreglarla en convites
mensuales. Cada puente ha sido hecho por la comunidad, dicen las Farc.
Cada puente ha sido hecho por las Farc, dice la comunidad. Así funciona
la vida aquí. La guerrilla sueña con que aun sin armas, su poder seguirá
intacto. Otra cosas piensan los campesinos. “Algunos de ellos han sido
muy atroces”, dice uno de ellos y reclama que han recaudado mucho dinero
con la extorsión a las petroleras y el comercio. Cree que cuando no
haya armas de por medio, todo será mejor para los civiles. Pero duda de
que el Estado cumpla sus promesas. Las Farc han impuesto un orden social
draconiano. Pero sin ellas, teme que esta región se convierta en un
caos. Teme que la paz del futuro resulte peor que la guerra de ayer.
Recursos Relacionados