Miércoles 4 de 2014.
Photo de Colombie
«No se trata de elegir entre la guerra representada por Zuluaga y la paz encarnada por Santos. Es claro que cualquiera de los dos significará la guerra».
El domingo 15 de junio tendrá lugar la
segunda vuelta de las elecciones a la Presidencia de la República, la
cual se definirá entre el candidato del Centro Democrático, Oscar Iván
Zuluaga y el candidato de la Unidad Nacional, el actual Presidente Juan
Manuel Santos. Diversos medios y analistas coinciden en que ese día los
colombianos se encargarán de elegir entre la guerra y la paz.
Tal aseveración tiene origen en gran medida en las palabras
pronunciadas por el Presidente Santos ante sus seguidores, una vez tuvo
conocimiento de los resultados desfavorables para él en la primera
ronda. Con tono enérgico, anunció que la campaña que se iniciaba a
partir de ese momento tendría lugar entre quienes se empeñaban en
continuar la guerra y los que le apostaban a la paz. Comentaristas y
medios de prensa han comenzado desde entonces la difusión de la matriz
mediática según la cual lo que se habrá de definir en las urnas es ni
más ni menos que la continuidad del proceso de diálogos que se cumple
actualmente en La Habana.
De allí se derivaría que la justa electoral a celebrarse el 15 de
junio ha adquirido el carácter de un plebiscito que habrá de definir si
la mayoría de los colombianos se inclina por la continuación del
conflicto armado, en este caso representado por el candidato Zuluaga, o
por su finalización próxima, por cuenta de la reelección de Santos.
Creemos conveniente advertir que tal disyuntiva no se corresponde con la
verdad. El mentado plebiscito no es más que una farsa, un escenario
mediático que pretende trasladar a la inmensa mayoría de colombianos, la
responsabilidad por una guerra de la que los únicos responsables son
las dos facciones políticas oligárquicas y violentas que se disputan hoy
el control del Estado en Colombia.
Basta con recordar que el Presidente Santos fungió como ministro
estrella del segundo gobierno de Álvaro Uribe Vélez, que fue él quien
anunció con júbilo al país el ataque del 8 de marzo de 2008 en
Sucumbíos, que no puede evadir su responsabilidad en las repudiables
crímenes denominados falsos positivos, que fue él quien al tiempo de
comunicar la muerte del Comandante Jorge Briceño, conminó furioso a la
rendición y entrega de las FARC, so pena de ir a por ellas, que fue él
quien ordenó el asesinato del Comandante Alfonso Cano mientras
intercambiaban mensajes en torno a un posible proceso de conversaciones,
y quien incluso reconoció haber llorado de felicidad al conocer la
noticia. Mal puede presentarse como el hombre de la paz.
Incluso podríamos ir más lejos. Su actual jefe de campaña, César
Gaviria Trujillo, el Presidente que rindió el país a las políticas
neoliberales impuestas por las entidades multilaterales de crédito, el
mismo que puso fin al proceso de Casa Verde con su aleve ataque, el
mismo personaje que echó a pique las conversaciones de paz de Tlaxcala
con el conjunto de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, el
mandatario que decretó la guerra integral con la que en año y medio
pensaba poner fin a la existencia de las guerrillas en Colombia, tuvo a
bien designar a Juan Manuel Santos como su ministro de comercio
exterior, para que fuera él quien comenzara a concretar e implementar la
llamada apertura económica que entregó al capital foráneo gran parte
del patrimonio nacional y arrebató a los trabajadores sus conquistas de
casi un siglo de luchas.
Recordamos también a Juan Manuel Santos como ministro de hacienda del
gobierno de Andrés Pastrana, anunciando al pueblo colombiano un largo
período de sudor y lágrimas, al tiempo que destinaba miles de millones
de pesos del erario público para la salvación del sector financiero
sumido en la crisis por su propia corrupción. No es de ahora que el país
conoce a Juan Manuel Santos como agente del capital trasnacional e
importante funcionario de gobiernos guerreristas. Ha jugado destacado
papel en todas las últimas administraciones públicas de carácter
nacional, y bien sea con los conservadores, los liberales o los
uribistas, siempre ha disfrutado de las mieles del poder, servido a los
intereses de las clases más pudientes, y despreciado y reprimido a los
sectores populares afectados por esas políticas.
Las contradicciones de Juan Manuel Santos y el ex Presidente Uribe no
son de la hondura que se muestran. Los dos guardan identidad y
fidelidad absoluta con el neoliberalismo económico y la doctrina de
guerra dominante, inclinan la cerviz y sirven con igual devoción a los
intereses económicos y políticos de Norteamérica, experimentan igual
repugnancia hacia los procesos democratizadores y renovadores que se
cumplen en varios países suramericanos, y sobre todo confieren el mismo
tratamiento violento a las aspiraciones de las grandes mayorías
marginadas del país. Los dos representan poderosos sectores del capital y
la tierra.
Los diferencia el enfoque con el que asumen la realidad del conflicto
interno colombiano, pues mientras el primero de ellos, magistralmente
interpretado hoy por su candidato Oscar Iván Zuluaga, se inclina
decididamente por la intolerancia absoluta y la solución exclusiva por
la fuerza, el segundo apuesta en primer término a conseguir la rendición
de la insurgencia en la Mesa de La Habana, reservándose paralelamente
el derecho a aplastarla por la fuerza. Las posiciones del uribismo,
radicalmente sectarias en la defensa de los sectores económicos y
políticos relacionados con el paramilitarismo, así como en la
intangibilidad de los sectores militaristas más crudamente comprometidos
con la violación de los derechos humanos, lo han conducido a
enfrascarse en una aguda riña con el gobierno de Juan Manuel Santos, el
que por lo mismo ha debido enfrentar las presiones del gremio ganadero y
los empresarios agroindustriales beneficiarios de la violencia.
Que a Oscar Iván Zuluaga le importe un pito aparecer como el
abanderado de la guerra, no hace de Juan Manuel Santos un hombre de paz.
Al igual que su rival en la contienda electoral, Santos menosprecia
cualquier reforma de amplio contenido democrático, o que implique el
menor cambio en la inequitativa distribución de la tierra y la riqueza
en el país. En su reciente campaña se preocupó por tranquilizar a los
sectores pudientes, aclarándoles que ninguno de sus privilegios o
intereses estaba en riesgo en la Mesa de La Habana, con el mismo énfasis
con el que procuró convencer a las fuerzas armadas y sectores
militaristas de que ni un solo peso del presupuesto militar, del gasto
de guerra, de las adquisiciones planeadas o compromisos adquiridos, ni
siquiera el pie de fuerza o los planes por incrementarlo sufrirían la
menor alteración en la firma final de un acuerdo con las FARC en La
Habana. Es claro que la paz, para los sectores que representa, implica
necesariamente que todo siga igual. Que no se toquen para nada las
causas que han originado la confrontación del último medio siglo en
Colombia.
Mientras que el Presidente Santos recorría el país tranquilizando a
los dueños de la fortuna y a las castas beneficiarias de la guerra, no
escuchamos una sola palabra de sus labios que significara algún estímulo
esperanzador o que tuviera la aptitud de inspirar confianza en los
sectores populares afectados por las políticas de su gobierno. Si estuvo
en Buenaventura fue para dar paso a sus consabidos anuncios de más pie
de fuerza que garantice de modo absoluto las operaciones del lucrativo
sector portuario ligado al gran comercio exterior. Nada para las
negritudes miserables o los pescadores asediados por la violencia atroz
que los desplaza de las áreas de la ciudad en donde se proyecta la
ampliación de las actividades exportadoras. Con idéntica posición en el
resto del país, resultaba lógico que la votación a su favor resultara
seriamente lesionada.
No se puede decir que ganó Oscar Iván Zuluaga. Simplemente, como
beneficiario de la máquina de terror de uribismo, de la descomposición
moral de sus huestes políticas y de toda la podredumbre alimentada por
los ocho años continuos de gobierno de su mentor, ocupó el primer lugar
en las votaciones, como consecuencia del extraordinario desprestigio
del gobierno de Juan Manuel Santos, a quien poco le abonaron el
clientelismo, la mermelada y la corruptela propia del régimen político
colombiano. El elevado índice de la abstención, al que cuando menos cabe
sumar también el voto en blanco, pone de presente la ilegitimidad, el
descreimiento y la falta de apoyo real por parte del pueblo colombiano a
todos los candidatos del oficialismo.
En esas condiciones, hay que decirlo, cabe destacar y valorar la
votación obtenida por la izquierda representada en la alianza entre el
Polo Democrático y la Unión Patriótica. No cabe duda que las dos mujeres
que postularon su nombre a la Presidencia y la Vicepresidencia
arrastraron tras de sí, en medio de la putrefacción del régimen
electoral y del debate político, una poderosa corriente de opinión
independiente, consciente, limpia y libre. Nadie que haya elegido votar
por esa opción lo hizo movido por la ambición personal o la esperanza de
prebendas. En un país insuflado todos los días por el odio y la
polarización promovidos por la ultraderecha, adquiere un enorme valor el
posicionamiento de esa reserva moral y política de corte auténticamente
popular. Pueda ser que su pulcritud moral se mantenga indemne ante los
cantos de sirena de César Gaviria.
Marta Lucía Ramírez, candidata oficial del partido conservador, pone
abiertamente en evidencia el carácter oportunista y negociante de su
color político. Su apoyo puede irse hacia cualquiera de los dos
candidatos finalistas, lo cual dependerá tan solo de las garantías y
prebendas económicas y políticas que pueda ofrecerle cada uno. Es la
vieja táctica de su partido, corrupto y ajeno a cualquier principio,
gracias a la cual ha pelechado en todos los últimos gobiernos. Su virtud
se halla en venta al mejor postor, y eso basta para hacerla aún peor
que cualquiera de ellos. De Peñalosa ni siquiera vale la pena hablar, el
archipiélago que lo rodeó ya comenzó su desbandada.
Así que los colombianos, sí, nos hallamos ante un verdadero dilema.
Pero no el de elegir entre la guerra representada por Oscar Iván Zuluaga
y la paz encarnada por Juan Manuel Santos. Es claro que cualquiera de
ellos dos significará la guerra. Con Zuluaga es evidente el asunto. Para
juzgar a Santos basta con observar su insistencia en que no pactará
ningún cese el fuego pese a la existencia de los diálogos en La Habana y
a sus avances, su orden permanente de arreciar la confrontación y los
ataques hasta conseguir la firma de la paz en la Mesa, se repetida
negación a pactar cualquier reforma económica, política, militar o
social de consideración, su cantinela incesante de que nada está
acordado hasta que todo esté acordado, sus mensajes tranquilizadores a
los poderes establecidos. La verdadera encrucijada tiene una naturaleza
distinta. Se trata de elegir entre la continuidad inamovible de las
políticas de despojo y violencia que representan los dos candidatos, y
la posibilidad de imprimir cambios urgentes y profundos en la
institucionalidad y la sociedad colombianas. Para lo primero basta con
votar por cualquiera de las candidaturas en consideración, mientras que
para lo segundo la gama de opciones es más amplia.
La primera de ellas sería la espontánea y masiva votación en blanco,
capaz de deslegitimar, incluso jurídicamente, las dos opciones
militaristas y neoliberales. No hay duda de que una sorprendente
votación que superara los sufragios de ambas candidaturas sería capaz de
generar un terremoto político en el país. En contra de ella jugarían el
corto plazo para promoverla, al igual que el carácter amorfo,
desorganizado, espontáneo y difuso de su promoción, que tendría la
dificultad de expresarse, conseguida la victoria, en una opción política
mediamente definida y unitaria. Aunque precisamente la tarea en ese
caso consistiría en trabajarla.
En segundo lugar podría considerarse una urgente reagrupación de
todos los sectores inconformes y de oposición, a la que se uniera de
manera decidida el conjunto de los movimientos sociales enfrentado al
gobierno de Santos, en una poderosa coalición con la izquierda política
tan bien posicionada en la reciente primera vuelta, con el apoyo
político de la insurgencia en su conjunto, alrededor de consignas
sencillas como la solución política al conflicto interno, el cese el
fuego, la asamblea nacional constituyente, el contundente rechazo a
todas las formas de politiquería tradicional y reformas urgentes de
carácter social, con el propósito de enfrentar, de manera decidida, una
fuerza sólida de masas al nuevo gobierno que se posesione el 7 de
agosto.
No cabe duda de que ese gobierno, cualquiera que sea, por encima de
su cobertura institucional o legal, asumirá el poder en condiciones de
debilidad política, con serias contradicciones con el grupo del
candidato perdedor. Una fuerte agitación social y política podría
producir consecuencias inesperadas, que si no fueran suficientes para
derrocarlo, sí podrían contar con condiciones favorables para el
crecimiento de un verdadero movimiento alternativo capaz, en corto o
mediano plazo de precipitar, de un modo u otro, cambios fundamentales en
la vida nacional, incluida la paz.
Una fórmula a considerar sería, conformada esa coalición, pactar con
uno de los candidatos, de manera seria, un programa progresista de
cambios. Si bien la idea podría sonar atractiva, parece nacer más del
deseo que de posibilidades reales. Por los plazos, el carácter
precipitado de la coalición y del pacto mismo que diera lugar a la
alianza, además de la fiabilidad y credibilidad que pudiera entrañar
aliarse con enemigos declarados del pueblo colombiano.
¿Y de la Mesa qué? En lo fundamental habría que considerar que ella
tiene toda su importancia en la medida en que posibilite, viabilice o
catalice un gran movimiento nacional por los cambios fundamentales. El
único Acuerdo que como revolucionarios podemos aspirar a firmar en ella,
es aquel que cuente con el respaldo de ese gran movimiento popular que a
su vez impida desmontarla. En los demás casos podríamos estar lindando
con realidades insoportables. Un asunto para sopesar seriamente.
Montañas de Colombia, 27 de mayo de 2014.
http://www.pazfarc-ep.org/index.php/noticias-comunicados-documentos-farc-ep/estado-mayor-central-emc/1938-del-dilema-mediatico-al-dilema-real.html