Por: Hernando Calvo Ospina.- El domingo 6 de
mayo pasado, al registrarme en el aeropuerto de Paris me dijeron que
había un problema informático con el vuelo de Air Europa, que cubría
Madrid-La Habana. Por tanto, apenas llegara a la capital española se me
entregaría la tarjeta para abordar.
Llegué
al aeropuerto de Madrid, Terminal 3. Fui al punto de información de Air
Europa. Ahí, después de una llamada, me dijeron que debía ir hasta la
Terminal 1, donde me darían la tarjeta. Caminé hasta allá. Me presenté a
una taquilla. Me enviaron donde una joven, la cual realizó dos
llamadas. Faltaban 40 minutos para las tres de la tarde. El mismo
tiempo para que el avión partiera. Al insistirle a la mujer por mi
tarjeta de embarque, me dijo que yo debía “esperar a la persona de la
embajada”. Extrañado, le pregunté que cuál persona, de qué embajada. Sin
mirarme y sin amabilidad, me repitió que debía esperar “a la persona
de la embajada”. Esperé.
Al fin la vi llegar con
un hombre alto, de lentes, un poco grueso, trigueño, con más de
cincuenta años. Me dijo, él, en voz baja, que le permitiera el
pasaporte. Al creerlo parte de Air Europa se lo entregué. Pero
inmediatamente noté que tenía acento latino, y le pregunté: “¿quién es
usted? ¿Se puede identificar?”. Me mostró rápidamente un carnet que
llevaba agarrado en la cintura, pero que una especie de chaqueta
escondía. El nombre que me dio era castellano. “Soy de la embajada de
Estados Unidos de América”, me precisó.
Sorprendido
ante esa frase, le dije que me devolviera mi documento porque él no
tenía ese derecho estando en España. Con una voz calmada, me pidió el
favor de no discutirle, o hacerle un escándalo porque yo podía crearme
un problema innecesario. La mujer de Air Europa se había retirado desde
un comienzo.
Sabiendo en qué arena me estaba
moviendo, lo dejé ver y re-ver mi pasaporte. Se hizo aparte, llamó y,
en inglés, dio mis datos. Luego, amablemente, me llamó para preguntarme
en donde estaba mi pasaporte colombiano. Le respondí que hacía 30 años
no viajaba con un documento de mi país de origen. Y que si ese
documento que tenía en sus manos era francés, era porque Francia me lo
había otorgado. Seguidamente quiso saber cuántos años tenía de casado,
el nombre de mi esposa e hijos. Le contesté, con mucha cortesía, que él
no tenía autoridad para que yo le respondiera eso. Que no se olvidara
que él estaba en España. Y que lo mejor era que llamara a su embajada
en París, donde sabían más de mi vida que yo mismo.
Después
de hablar otros minutos más por teléfono, escribir algo en el mismo, y
hacer anotaciones en un viejo cuaderno, vino hacia mí. Poniendo cara
de apenado, me dijo que no podía irme en ese vuelo porque el avión
sobrevolaría, por unos minutos, territorio estadounidense. Y yo estaba
“en una lista de personas peligrosas para la seguridad de su país”.
Sencillamente, y con una sonrisa, le agradecí la información y hasta la
decisión. Aunque poco de novedosas tenían. (1)
Quise
preguntarle por qué su gran impero siente temor ante mí, un simple
periodista y escritor, cuando ni una escopeta de caza se manejar y le
tengo temor al estallido de un “buscapiés”. Pero preferí volverlo a
mirar a los ojos y seguir con mi sonrisa en los labios. ¡Él no podía
imaginar cómo su gobierno me hace sentir de importante!
Seguidamente,
con gentileza, me preguntó si yo tenía una tarjeta de presentación
para que se la diera. Le respondí que no tenía problema para ello, pues
ya se la había entregado a colegas suyos en Paris. Y que, como esos
colegas habían hecho, podía llamarme algún día para invitarme a tomar
vino, y entre copas volverme a proponer de trabajar para su gobierno.
“Me encanta conversar con ustedes. Aprendo mucho”, le dije antes de
verlo partir como cualquier otro visitante de ese aeropuerto.
Después
realicé los reclamos pertinentes a la empresa Air Europa, en
particular para que se solucionara mi viaje a Cuba. Atónito, les escuché
decir que era mi responsabilidad por ¡no saber el trayecto de ese
vuelo! De nada sirvió decirles que en octubre 2011 no había tenido
problema.
Uno de ellos me dijo, casi en
confesión, que ese paso de “unos minutos” sobre el espacio
estadounidense hacia Cuba, se había hecho por presión de Washington:
así se obtenía la lista de pasajeros que iban a la Isla, en tiempo
real.
Aunque traté de no demostrarlo, sentí rabia
e impotencia. Más lo segundo. ¿Cómo era posible que un funcionario de
la seguridad estadounidense pudiera pedirme el pasaporte, confiscármelo
e interrogarme en pleno territorio español? ¿Quién le entregó ese
derecho soberano? ¿Por qué no se envió a un aduanero o a un humilde
agente de tránsito, pero de nacionalidad española?
Y,
¿por qué me dejaron ir hasta Madrid, cuando, muy seguramente, desde el
momento que compré el pasaje, diez días antes, los servicios de
seguridad de Estados Unidos y Francia supieron mi recorrido? Estoy casi
convencido que ellos lo sabían: unos y otros me han dicho que mis
teléfonos, computadoras y pasos, regularmente se escudriñan. Algunas
veces lo he comprobado.
Durante el vuelo de
regreso a Paris, pensé en mis tantas amistades españolas. Como son
personas dignas, se asombrarán al saber de esto, pues no logran
acostumbrarse a que la soberanía del país siga cayendo tan bajo.
Ah, y la única alternativa que me dejan para viajar a Cuba, desde Europa, es Cubana de Aviación. Ahí tienen dignidad!
* Periodista y escritor colombiano residente en Francia. Colaborador de Le Monde Diplomatique.
Nota: 1) “El día que Estados Unidos me prohibió sobrevolar su territorio”.
http://www.pacocol.org/index.php?option=com_content&task=view&id=12780
http://www.pacocol.org/index.php?option=com_content&task=view&id=12780